Rudy Guarachi Cota - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

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En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

AUTORES

“PICHICATEROS” EN TIEMPOS DE DICTADURA[1]
Rudy Guarachi Cota[2]


El 17 de julio de 1980, las botas de un militar irrumpieron en la sede de Gobierno. La entonces presidenta Lidia Gueiler Tejada no pudo hacer frente a tal hecho impulsado por nada menos que su primo. Otro golpe militar se acopiaba en la historia de la entonces República de Bolivia. El olor a coca de aquellas botas parecía no ser percibido por los ciudadanos que salían del chaki electoral que los había dejado afónicos unos días antes. “Siles, Siles, Siles…”, gritaron muchos de ellos la noche anterior. El golpe, más allá de sus denotaciones políticas, había agudizado un problema que no podía ser resuelto por los gobiernos anteriores: la pobreza. Las familias llegaban y llegaban a las ciudades porque las comunidades de las que provenían estaban sumergidas en la más amplia pobreza; la familia Cota Choque era una de ellas.

Llegaron al altiplano paceño entre el frío y la fragancia a tierra seca que choca con violencia las mejillas de los que lo visitan. Eran los años setenta. Regresaban de Oruro cabizbajos, no les había ido nada bien. Poco después, Fermín, junto a su hijo mayor, Dionisio, recordaban su travesía a una vieja mina en la comunidad de Tipuani, al norte de La Paz, de donde habían intentado sacar el poco mineral que quedaba de aquellas hondas cuevas a punta de combos y martillos. Sólo después de un mes entendieron por qué la habían abandonado otros. Berta, cargando un bebé en la espalda cual bultito fuera, miraba el horizonte con los ojos ceñidos de preocupación; llegaba del campo donde la tierra parecía haberles negado incluso el derecho a comer. Muy atrás los seguían los pequeños de la familia, Germán y Dora. No entendían qué pasaba, mas su felicidad era grande. Sus padres por fin los recogieron de la casa de la tía donde habían sido dejados hace varios meses atrás y que los había maltratado tanto que preferían olvidar todo lo que no pudieron olvidar. De esta manera llegó la familia Cota Choque a la entonces inexistente ciudad de El Alto, con la esperanza de mejorar la vida que —pensaban— no podía empeorar aún más.

Al cabo de algún tiempo, los hijos ya iban a la escuela en aquel lugar donde más que aprender, tuvieron que entender: entender que la sociedad boliviana todavía tenía muchos prejuicios contra los más pobres que, por azares de la vida, sólo sabían hablar aymara.

En El Alto, Fermín había aprendido carpintería, le había ido muy bien. Todos los jueves y domingos iba a vender muebles a la Feria 16 de Julio. Tiempo después abrieron su propia mueblería y pudieron comprar su propia casa en la carretera La Paz-Oruro.

Los problemas económicos aparecieron en los años ochenta: el país, que parecía conquistar su democracia, caía nuevamente por la pugna de poderes. El asesinato de renombrados líderes sindicales del momento ensombrecía el panorama. Una bomba había acortado la vida de varios de ellos en las oficinas de la Central Obrera Bolivia (COB). El miedo agobiaba a la población, hecho que fue muy bien aprovechado por el último dictador que conoció Bolivia. Bastaron unos meses para que se establezca el “toque de queda”; la población, sumergida en el más hondo empobrecimiento por las bajas en el mercado, buscaba otras alternativas económicas que le permitieran vivir.

Avanzados los años, el hijo mayor, Dionisio, comenzó a dirigir la familia mientras Fermín se liberaba de los brazos del alcohol. Entre voces y voces, el muy preocupado hijo había conocido de un trabajo bien remunerado en Cochabamba, sólo tenía que sumergirse en las llanuras acaloradas del Chapare para “pisar coca”. Le fue bien, tan bien que tiempo después se llevó a su papá y a su hermana.

La pequeña ciudad construida para la producción de cocaína era impresionante. Había casas, vías de acceso e incluso un mercado donde la gente compraba todo lo que podía o quería sin regatear en los precios. También se hacían pedidos especiales; los relojes, ropa o joyas más requeridas del momento llegaban por arte de magia a aquellas llanuras. Todos estaban felices mientras el país se caía en pedazos: había un lugar donde nadie sentía la violencia de las botas de aquella dictadura. Dionisio, conocido por todos como “El Siles” por llevar una gorra similar al entonces exiliado presidente, era muy respetado por cumplir el rol de un caporal. Controlaba la producción y recogía el dinero de los aviones que llegaban al aeropuerto internacional Jorge Wilstermann, en Cochabamba, con un equipo de seguridad parecido al de un embajador europeo, después de todo gozaban de todos los privilegios dados por el entonces Ministerio del Interior.

Fermín junto a su hija Dora regresaron años después. Otra vez cabizbajos. Dionisio se había quedado en el Chapare, una enfermedad que no pudo ser tratada a tiempo terminó con su vida y fue enterrado entre los cocales. A su llegada, la desgastada Berta los miró y al percatarse de aquella ausencia, que no requirió más explicación que las lágrimas de su esposo e hija, comenzó a llorar. Nadie quiso tocar el tema nunca más. Poco después retomaron la vida que habían dejado años atrás. El dinero que habían logrado ganar en el Chapare desapareció como el cuerpo de Marcelo Quiroga Santa Cruz. Una tarde, tras dejar a Dionisio en aquel monte, fueron interceptados en la terminal de buses de Cochabamba. Les arrebataron todo. Perdieron aquel dinero que les significó al mismo tiempo perder a un integrante de su familia.

“El Siles” fue enterrado en la enredada llanura cochabambina. Su tumba nunca será recordada porque además de no ser alguien importante, quedó envuelto por la vegetación del lugar que hace imposible encontrarlo.

Esta historia, la de una familia que aprendió el vivir de lo que pudo y como pudo, es una minúscula muestra de las incontables historias que se encuentran bien guardadas en los recuerdos de hijos, hermanos, padres y abuelos que esperan pacientes el día de su muerte; pues las botas de aquel dictador, Luis García Meza, fueron enterradas este año en medio de susurros que exigían justicia.

“El Siles” fue olvidado como muchos otros que vivieron la dictadura y hoy buscan justicia a través de los pocos familiares que les queda. Luis García Meza murió hace poco y Luis Arce Gómez permanece en el penal de alta seguridad de Chonchocoro fotocopiando documentos por Bs 1, al menos eso indica el pequeño letrero de su celda.

 

Fecha de publicación: 3 de julio de 2020

[1] Trabajo presentado en el marco de la materia “Lenguaje y redacción básica”, gestión 2018. Una versión de este trabajo fue publicada en https://rimaypampa.com/pichicateros-en-tiempos-de-dictadura/

[2] Estudiante de la carrera Sociología, Universidad Mayor de San Andrés, La Paz.