Natalia Rocha Gonzales - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

#SociologíaUMSAescribe

 

En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

AUTORES

LOS MUERTOS NO CAMINAN[1]

Natalia Rocha Gonzales[2]


Jueves 21 de noviembre de 2019, a las 14:40 aproximadamente. Luego de una extenuante jornada de estudio ya era hora de volver a casa. Sin embargo, ese “volver a casa” se había vuelto algo complicado desde hace varias semanas. Después de las elecciones presidenciales del 20 de octubre, las convulsiones sociales producto del descontento de una parte de la población causaron estragos en la vida cotidiana. A cualquier hora y en cualquier momento el centro paceño era apropiado por diversas manifestaciones, como si se tratase de un botín de guerra. Consciente de que El Prado podía convertirse en un campo de batalla, preferí esperar movilidad en la esquina Aspiazu y 20 de Octubre. Desde ese lugar no había minibuses que me llevaran directamente a casa, así que, en base a los rumores que escuché sobre la marcha que había bajado de El Alto al centro paceño, opté por ir hasta el Cementerio General, para después tomar otra movilidad. A veces, cuando utilizo rutas alternativas para llegar a casa, tengo problemas para elegir el minibús en el que subiré. No es que no conozca las rutas o las líneas de transporte, simplemente me gusta tomarme un tiempo. Por eso no acostumbro subir al primer minibús que pasa vacío; dejo escapar unos cuantos. Esta vez también fue así.

 

Me decidí por un 274, que estaba relativamente vacío. Además, el chofer había decidido quitar el primer asiento de la derecha –el que solían utilizar los voceadores– lo que le añadía un extra de comodidad. Subí con calma y me acomodé en la tercera hilera de asientos, al lado de la ventana izquierda. El minibús arrancó y se puso en marcha.

Debido a los bloqueos, el chofer tuvo que inventar una nueva ruta para llegar a nuestro destino. Al llegar a la plaza de San Pedro, comenzamos a desviarnos de las calles principales para recorrer caminos angostos y vacíos. En algún punto desconocido para mí –quizás a la altura de San Francisco– el minibús paró de repente. En menos de cinco segundos subieron frenéticamente siete personas: seis mujeres y un varón. Sólo había seis asientos. Eso no importó. Primero subieron dos cholas, que se acomodaron en los asientos de atrás; después, una señora con su hija adolescente, que se acomodaron en los asientos de mi lado; luego subieron dos cholas más, una se sentó en el segundo asiento de la derecha y la otra en la espaldera. Finalmente, un señor se acomodó parado. Después de cerrar la puerta, el minibús comenzó a avanzar.

 

La atmósfera se tornó espesa al instante. No creo en fuerzas mágicas o metafísicas, pero juraría que nos envolvió un aura de resentimiento y melancolía. No entendiendo el porqué de esa pesada sensación, examiné a los nuevos pasajeros en busca de respuestas. Las cholas del fondo estaban con la cara mojada, todavía roja de tanto correr. Aparentaban menos de cincuenta años, a juzgar por las pocas arrugas que adornaban sus morenos rostros y por el color azabache de sus cabellos. Llevaban sombreros de tela jean que cubrían sus trenzas despeinadas. La señora que se sentó a mi lado no parecía pasar de los 40 años de edad. Tenía el cabello recogido en una cola, con algunos mechones que escapaban del hábil amarro. Guardaba dos helados en su regazo. Su hija, de unos 17 años, también llevaba el cabello recogido. El señor, estimo que tenía unos 60 años, vestía ropa deportiva negra; en la mano izquierda llevaba un palo con una wiphala y un crespón negro, tenía los ojos llorosos. La chola de la segunda fila era muy parecida a sus comadres del fondo, sólo que, a diferencia de ellas, llevaba un sombrero blanco con un ala más amplia. El personaje que llamó mi atención fue la chola que se sentó en la espaldera. Una manta negra le envolvía la cabeza y los hombros, dejando su rostro descubierto. Estaba de luto. Mi olfato percibió rastros de gas lacrimógeno. Definitivamente, ellos formaron parte de la marcha fúnebre en honor a los difuntos de Senkata.

 

Después de un breve –pero hondo– silencio, la doliente comenzó a sollozar. El señor, con los ojos rojos y vidriosos, dijo:

 

Grave nos han gasificado… con balines nos han disparado a los que estábamos cargando a los muertos. Sabía a qué muertos se refería. El martes 12 de noviembre en Senkata, cerca de la planta de gas de YPFB, los ciudadanos alteños bloquearon la avenida para que no se pudiera abastecer de gasolina a la ciudad de La Paz. No quedó muy claro el curso del conflicto. Algunos dijeron que solamente fue un bloqueo, otros dijeron que los vecinos pretendían hacer estallar la planta de gas. En fin, el saldo fue de ocho muertos, aunque los medios de comunicación solamente reconocieron tres.

 

–¡Ni a los muertos respetan!– comentó una de las señoras de pollera del fondo.

 –¿Dónde les gasificaron?– pregunté en voz baja.

–En San Francisco, hasta ahí hemos podido llegar– contestó el señor.

Era una marcha pacífica, no les hemos ido a hacer nada– dijo la chola de adelante.

Hemos intentado poner un ataúd sobre el tanque de los militares y de ahí nos han comenzado a gasificar; con gas, con balines, con todo…– añadió.

 

En ese momento pensé en la valentía de los dolientes que habían osado mostrarles a los militares las víctimas de sus balas. Aunque difícilmente se hubiera podido lograr tal hazaña sin presión social o incluso violencia.

 

Escuché un susurro: “¿Qué habrá sido de esos muertos?”. Más adelante me enteraría de que, por la prisa de huir del gas, dejaron dos ataúdes abandonados en la Obelisco.

 

La señora le dijo a su hija: “¡Dictadura! Esto es una dictadura”. Al escuchar eso, la adolescente frunció el ceño y apretó los labios.

 

Un señor que estaba sentado delante de mí, con mucho escepticismo sobre los testimonios de los pasajeros, comentó:

 

–Dijeron que el ejército nunca disparó en SenkataLas dos cholas del fondo le dijeron, casi en forma de reclamo:

Mentirosos, ¿cómo nos vamos a matar pueblo con pueblo? –La indignación era evidente.

–Nos estaban disparando desde un helicóptero.

Los militares se lo estaban cargando los cuerpos, los estaban escondiendo. Por eso hemos hecho volar ese muro, para recuperar nuestros muertos. Con los rostros compungidos de impotencia continuaron hablando:

 

Tres desaparecidos hay, los militares se los han llevado.

–Sí, hay cinco cuerpos más todavía, tirados por Villa Ingenio. Los militares se los han llevado y ahí los han botado. Hasta a una cholita la han matado, ahí le han ido a botar.

 

Los testimonios me parecieron surreales. La palabra dictadura resonó en mi mente. Alguna vez mi madre me contaba que, cuando ella era pequeña, le tocó vivir la dictadura de Luis García Meza. Me contaba que acompañaba a mi abuela al trabajo todos los días y, para llegar a su fuente laboral, debían cruzar por San Francisco. Recuerda que siempre había tanques y soldados apostados allí. Recuerda que algunas veces se producían peleas campales entre civiles y militares. Recuerda que tenían que correr mientras los proyectiles pasaban cerca de ellas. Recuerda el silbido de las balas. Recordé, aunque esas memorias no fueran mías, que los militares matan.

 

Por unos minutos me desconecté del presente. Cuando volví a prestar atención a los pasajeros, la charla se estaba desbordando. Escuché frases inconexas como “¡esto es dictadura!”, “¡malditos asesinos!” y “¡fuera Añez!”. La pena había sido sustituida por rabia y odio. La doliente, que no había pronunciado ni una palabra desde que la vi, rompió en llanto y exclamó, casi implorando:

 

–¡Quiero justicia, justicia!

 

En ese instante sentí que el corazón se me estrujaba. Nunca antes había estado tan cerca de la muerte y el dolor ajeno. En realidad, nunca me había apropiado de ese dolor. No me atreví a preguntarles sus nombres, tampoco a preguntar sobre el difunto. Algo dentro mío sabía que esa mujer había perdido a su hijo. La herida estaba tan fresca que temí causarle más angustia con mi habitual torpeza y falta de tacto. Las elecciones del 20 de octubre, la renuncia de Evo y el “gobierno de facto” de Jeanine Añez no importaron en ese momento. Como si hubiéramos firmado un pacto, nos abandonamos a merced de un triste silencio.

 

De pronto, la doliente saltó del asiento y gritó: “¡Maistro, quiero bajar!”. En un microsegundo la mujer había pasado del letargo y la pena a una desesperación casi palpable. Señaló detrás del minibús y vociferó: “¡Ahí están, con camión están!”. Todos giraron la cabeza, yo también lo hice. Una camioneta con dos ataúdes estaba parada a unos metros de nosotros, estaba a punto de arrancar. Rápidamente abrieron la puerta y salieron corriendo. El chofer giró la cabeza, quizás seguro de que los pasajeros no fueran a retribuirle por sus servicios. Antes de que pudiera reclamar, una de las cholas se quedó para pagar los pasajes de todos, prácticamente arrojando las monedas, y se puso a correr para alcanzar a sus acompañantes. Así como subieron al minibús, tan frenéticamente, así se fueron; así de frenéticos, así de anónimos. Todos los presentes, incluido el chofer, quedamos atónitos. Nadie dijo nada durante los siguientes minutos de viaje.

 

El minibús continuó la marcha, esta vez las calles me resultaron familiares. Reconocí el lugar donde estábamos, era la calle Antonio Quijarro. Nos encontrábamos a cuatro cuadras del Cementerio General. El minibús continuó avanzando y pude reconocer la Avenida Baptista delante nuestro. Sin embargo, no había movilidades transitando, había personas. Cientos de manifestantes se replegaban de vuelta a El Alto después de la gasificación en San Francisco. El chofer, impertinente, paró demasiado cerca de ellos. La reacción no se dejó esperar:

 

¡Salí de aquí! ¡Te vamos a romper los vidrios, carajo! –gritó uno de los jóvenes que estaba subiendo por la Baptista.

 

Pronto se le sumaron muchos más. Me apresuré a cancelar mi pasaje y bajé del vehículo. Algunos jóvenes enfurecidos comenzaron a lanzar bolsitas de agua al minibús y a insultar al chofer. Una de esas bolsas pasó cerca de mi rostro. No lo tomé como una afrenta personal, pero debo admitir que sentí un poco de miedo de quedar en medio de una escena violenta. Cada vez se escuchaban más injurias y silbidos reclamando al impertinente conductor. Me aparté rápidamente del minibús. Al pobre chofer no le quedó de otra que retroceder a toda prisa y rezar para que no le persigan.

 

Esperé a que pasasen los que me vieron bajar del vehículo, por si acaso. Mientras tanto, observaba la peculiar marcha. La multitud era tan diversa: jóvenes, adultos, ancianos y mujeres. Polleras y pantalones, lluchus y gorras, ponchos y camisas desfilaban entremezclándose. Todos andaban en grupos, o al menos en parejas. Algunos portaban wiphalas, otros palos y la mayoría simplemente tenía las manos libres de cualquier objeto. Toda esa heterogeneidad de individuos poseía un rasgo en común: el cansancio. Pies cansados, cuerpos cansados, almas cansadas. No sólo los cubría un velo de cansancio, debajo del cansancio bullía la rabia. El murmullo de cientos de personas callaba al ulular del viento. De vez en cuando algunas voces se sublevaban levantando un insulto al cielo. Lancé un suspiro y comencé a caminar.

 

Los primeros pasos que di estaban cargados de inseguridad. Sentí que había una barrera invisible que me separaba del resto. Sentí que los demás también percibían esa barrera. Tenía la impresión de ser una gota de aceite en medio de un gran caudal de agua. Me recriminé por aplicar la dicotomía barata que tanto repudio: “nosotros/los otros”. Por suerte mis inseguridades desaparecieron paso a paso y, sin que me diera cuenta, esa molesta sensación se fue diluyendo. En menos de una cuadra me convertí en una persona más de aquella multitud.

 

Mientras caminaba con ellos me invadió una profunda melancolía. Recordé que las primeras marchas de los alteños fueron para exigir respeto por la wiphala, ante los agravios que cometieron los policías al quitárselas de sus uniformes y quemarlas. Recordé la emoción que sentí cuando escuché que una multitudinaria marcha bajaba desde El Alto para exigir respeto a la wiphala. Recordé que les di encuentro en San Francisco. Recordé a los grupos de personas conversando sentadas en el piso, a los manifestantes escuchando sus radios a todo volumen, a la gente discursando en aymara en plena calle. Recordé el resonar de la consigna “¡La wiphala se respeta, carajo!”. La sangre derramada se había llevado consigo todo eso. Sólo quedó rabia y dolor, pensé.

 

Me percaté de que ya estábamos llegado a la puerta principal del Cementerio General. Miré de soslayo hacia la izquierda y justo en ese momento un gran número de personas, todas vestidas de negro, se encontraban saliendo de la misa. ¿Ese habrá sido otro de los difuntos de Senkata? Qué sentido tenía preguntar. Por alguna razón escuché sus sollozos como si estuviesen lejos, muy lejos. Todos los de la marcha pasamos en silencio, compartiendo su pena.

        

Más adelante, a la altura del Mercado “El Tejar”, había un gran grupo de manifestantes reunidos. Todos estaban congregados en pequeños y grandes grupos, como si estuviesen esperando a alguien o algo. Al lado del mercado se encontraba estacionado un minibús blanco con dos ataúdes encima de la parrilla. Tenía frente a mí a los muertos de Senkata.

 

La tarde del 21 de noviembre, como nunca lo había hecho en mi vida, lloré de rabia e impotencia por las muertes de Senkata. Quizás el hecho de haber estudiado los sucesos de febrero negro y octubre negro de 2003 para un trabajo de investigación pudo crear un vínculo entre mi persona y el “objeto de estudio”. Me pareció absurdo ese abismo que se intenta trazar entre el sujeto y los objetos, pues en realidad todos somos sujetos, tanto el investigador como el investigado; somos personas concretas que sienten, que lloran y que mueren. Después de revisar la hemeroteca y la participación de la FEJUVE de El Alto en las movilizaciones, admiré su proceso de construcción de una identidad colectiva y sus repertorios de movilización. También llegué a admirarlos por la tenacidad con la que se enfrentaron a las Fuerzas Armadas en aquel entonces. El pueblo alteño fue la punta de lanza en la insurrección popular de 2003. Los sucesos del 12 de noviembre, tristemente, me recordaron al convoy de la muerte. En ambas ocasiones el precio por la gasolina fue la sangre.

 

Después de contemplar los ataúdes a lo lejos, reuní algo de valor y me acerqué hacia ellos. Me había desmarcado del catolicismo desde hace mucho tiempo, pero me persigné por respeto. Mantuve una distancia prudente con los dolientes, pero estaba lo suficientemente cerca como para oír algunos quejidos de pena. Un joven, que había estado hablando con ellos por unos minutos, gritó daremos vaquita para conseguir otro minibús–. Aclaró que el minibús en el que se encontraban los ataúdes se había quedado sin gasolina y que era incapaz de regresar con los muertos a Senkata. Él y otros dos jóvenes comenzaron a recaudar los aportes voluntarios. No era obligatorio dar la vaquita, pero me sorprendió que la mayoría de los presentes hubiéramos sido capaces de desprendernos de algunas monedas.

 

Hasta mientras, había llegado al lugar un señor, estimo que tenía unos cincuenta años, con un palo y un crespón. Vestía un buzo rojo, una polera verde y una gorra negra. Por alguna extraña razón, su presencia era difícil de ignorar. En poco tiempo logró congregar a un pequeño grupo de personas alrededor suyo. Saludó a todos los presentes y comenzó a hablar. El caudillo anónimo rápidamente se convirtió en el epicentro de una gran multitud, a la cual se le sumaban cada vez más y más personas. No pude evitar caer presa de su carisma, así que me acerqué al grupo.

 

El discurso comenzó exigiendo justicia por los muertos de Senkata, pero rápidamente subió de tono y se convirtió en un discurso revanchista teñido de palabrería partidista. En la periferia la multitud, voces anónimas gritaban:

 

¡Añez asesina!, mira cuántos muertos tienes sobre la espalda.

¡Waldo vendido!

¡Prensa vendida!

 

Esas frases alegraban al caudillo. Esas frases crearon un espacio destructivo de catarsis. No pude evitar soltar una parte de la rabia que tenía contenida. Mientras gritaba “¡El Alto de pie, nunca de rodillas!”, dejé que mis pasiones fluyesen. Odié a los que dijeron que no se debía compartir ninguna noticia sobre las manifestaciones posteriores a la renuncia de Evo o sobre los muertos porque querían evitar el retorno de Evo Morales. Odié a los que garabatearon “indios fuera de la UMSA” frente a la Facultad de Ciencias Sociales. Odié al Ministro de Gobierno por haber mentido tan descaradamente, alegando que el ejército no había disparado ni una sola bala en todos los conflictos. Odié al qara de clase media que defendió la “democracia” y la militarización al mismo tiempo. Odié al que justificó las muertes de Sacaba y Senkata porque se estaba “purgando” a la sociedad de los vándalos, terroristas, narcotraficantes y masistas. Odié al que creyó que el precio a pagar por la paz es el silencio. En síntesis, odié a los que aplaudieron, ignoraron y amordazaron el dolor ajeno.

 

En algún momento, toda aquella rabia se derritió y se transformó en tristeza. Gritar, odiar o clamar venganza no nos devolvería a los muertos. Mis ojos se llenaron de lágrimas, mas no lloré. Me aparté del caudillo y volví a acercarme a los ataúdes. Recordé que me sentía más tranquila al lado de ellos. Recordé que los muertos no tenían la voluntad para odiar.

 

Después de esos minutos tan intensos, sentí una sed infernal. Crucé la calle y compré una bolsita de agua. Sin embargo, se me ocurrió que muchas personas, al igual que yo, también podrían tener sed. Compré algunas bolsitas extras y las repartí entre los que estaban cerca. Las últimas bolsitas se las di a tres mujeres: una chola, una señora y una joven universitaria. Decidí quedarme a su lado.

 

El primer comentario lo hizo la joven universitaria:

 

Ustedes los paceños nos han traicionado.

No supe cómo responder a eso. Tampoco me sentí capaz de hablar en nombre de toda la ciudad, así que dije: –En La Paz no todos apoyamos al gobierno autoritario de Añez. Nos duelen las muertes de los hermanos de Senkata y también vamos a pedir justicia por ellos.

La señora comentó: –¡Esa Añez es una asesina! Hay que hacer que esa chota renuncie –me pareció algo irónico que ella tuviese el cabello teñido de un color similar al de nuestra presidenta.

Desde mañana ya no vamos a volver a su ciudad, ahora sólo vamos a bloquear en El Alto. Vamos a reforzar el bloqueo de Senkata. ¡Ahora sí, ni un camión más va a volver a pasar! –agregó enfáticamente.

Solamente atiné a decirles:

–Tengan cuidado con esos militares.

Vos también, señorita. Vas a tener cuidado con esos militares, mejor si no sales mucho de tu casa. A cualquiera le puede llegar bala. Puede ser tu primo, puede ser tu padre o puede ser tu hermano… –me recomendó la chola. Dentro mío agradecí ese gesto.

–También ten cuidado con lo que mandas a los grupos [de WhatsApp]. La policía tiene números infiltrados e identifica a los que mandan estas cosas –agregó la joven.

Uno de los jóvenes que había recaudado el dinero volvió y dijo:

Ningún minibús quiere cargar muerto…

La joven que estaba a mi lado gritó:

No podemos dejar a los dolientes solos, hay que acompañarles.

Les he dado un pollo. Hay que darles, van a necesitar todo ­–me susurró la chola.

Un hombre que estaba reunido en torno al caudillo se apartó de él y dijo: –Vamos a pie. Nosotros vamos a cargar los muertos. Algunos otros lo imitaron. Se dirigieron al minibús y comenzaron a bajar los ataúdes. Una vez que los muertos estaban sobre sus hombros, estábamos listos para partir.

Hubiera querido acompañar a la marcha, pero debía volver a casa. Me despedí rápidamente de mis acompañantes. Nunca les pregunté sus nombres, quizás fue mejor así. Cuando llegamos a la esquina María Asín y Héroes del Pacífico, giré hacia la derecha para dirigirme a mi zona. Mientras caminaba dándoles la espalda, por primera vez en semanas sentí algo de tranquilidad. La multitud, de la que había formado parte, se iba sin mí. Antes de perder todo rastro de la marcha fúnebre, escuché decir a lo lejos: “Los muertos no caminan”.

 

 

 

Fotografía: Frente a la muerte. Mercado “El Tejar”, 2019. Natalia Rocha

 

Fecha de publicación: 14 de agosto de 2020


[1] Ensayo final presentado a la materia de Teorías Sociológicas I. Docente: Mario Murillo.

[2] Estudiante del segundo semestre de la Carrera de Sociología. La Paz, 2019.