Estefani Tapia Sanjinés - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”
#SociologíaUMSAescribe
En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.
AUTORES
LA VIEJA CONFIABLE ANTINACIÓN[1]
Estefani Tapia Sanjines[2]
Era la mañana del domingo de elecciones generales para elegir al nuevo presidente y vicepresidente del Estado. La agenda preelectoral había estado marcada por una polarización que se venía gestando desde el referéndum del 21 de febrero de 2016, donde ganó la opción que negaba a Evo Morales la posibilidad de modificar la Constitución para reelegirse una vez más. Pese a la negativa, él volvía a postularse alegando un supuesto derecho humano y generando, en consecuencia, un estado social de tensión entre simpatizantes del MAS y la oposición. Era domingo por la mañana y la gente acudía a votar en el que fue, quizá, uno de los momentos más complicados para la democracia boliviana desde su recuperación en 1982.
Ese día, después de ir a votar, fui a ayudar en el control ciudadano del voto. Desde el denominado 21F, y junto a varios grupos de amigos y organizaciones de jóvenes, empecé un proceso de activismo político que denominábamos la “defensa de la democracia”. Junto a mis amigos y compañeros nos mantuvimos alerta al conteo de votos en los recintos y posteriormente al conteo rápido y a los resultados en boca de urna. Corrían rumores de fraude, pues el margen para ir a una segunda vuelta electoral era mínimo y el Gobierno tenía el control del órgano electoral y otros órganos (supuestamente independientes) del Estado. Cerca de las ocho de la noche, el sistema de conteo rápido se detuvo y cuando retornó, la tendencia que indicaba una segunda vuelta se había revertido. Esto, sumado a un conteo oficial que iba increíblemente lento, incrementó la tensión social que ya se vivía, trasladándose de las redes sociales a las calles.
El lunes por la tarde ambos bandos convocaron a sus simpatizantes a las puertas del exhotel Raddison, donde se llevaba a cabo el conteo oficial de los votos. Unos exigían el respeto al conteo y otros exigían transparencia. Estaban frente a frente y solo una línea de policías los dividía; pese a todo, se mantenía el respeto a la integridad física, aunque, por supuesto, los insultos reinaban. Tuve que irme, pero horas más tarde decidí regresar y el panorama había cambiado radicalmente. La estrecha línea que dividía a ambos grupos se había ampliado enormemente como presagiando el quiebre social que estaba por suceder. Había una distancia de una cuadra y cada bando era contenido por una línea de policías que pronto se vio sobrepasada; la violencia entre unos y otros había iniciado.
Los días posteriores empezó un paro nacional que no lo era tanto, pues se limitaba a ciertos sectores de la sociedad. La división social se podía ver hasta en los barrios donde se manifestaba el paro. La tensión aumentaba y cada día se concentraban marchas en las principales ciudades del país; y particularmente en La Paz, el punto focal y el centro tradicional y clave de los conflictos políticos. La diferenciación entre “ellos” y “nosotros” se hacía más clara y profunda, y los discursos de los referentes políticos de ambos bandos sumaban a ello. Eran los días previos a la renuncia de Evo Morales y su gabinete, y la violencia había escalado; se registraron muertos y heridos en Montero, había denuncias graves de violencia en Vila Vila y hasta abusos sexuales a mujeres opositoras que se trasladaban desde Potosí hacia la ciudad de La Paz. La tensión había llegado a tal punto que los grupos polarizados ya no podían siquiera estar cerca.
Sacando tiempo de donde no tenía fui parte del bloqueo y las marchas de los 21 días. Junto a varios amigos y compañeros salimos a las calles movidos por un sentimiento que pocas veces habíamos experimentado, un sentimiento colectivo de participación y defensa de la democracia (lo que considerábamos que era democracia). Ver miles de jóvenes salir a las calles por una misma causa, sin duda, movió algo en mí, un sentimiento —quizá— de orgullo nacional, de formar parte de la historia. Ciertamente, estábamos haciendo historia. Mis convicciones estaban más fuertes que nunca.
Sin embargo, este escenario que parecía “el lado bueno” de la historia cambió en los últimos días. Todo aquello de lo que se hablaba en redes sociales, inicialmente, giraba en torno al fraude y al irrespeto del 21F; sin embargo, poco a poco los discursos se tornaban más agresivos, más radicales, más racistas y discriminadores. Se pasó de pedir una segunda vuelta a exigir la renuncia de Evo Morales. Me empecé a cuestionar aquellas convicciones que creía inamovibles.
Uno de esos días, cuando la tensión alcanzaba su punto más álgido, mientras me dirigía al trabajo en teleférico, tratando de atravesar los bloqueos, vi acercarse una marcha distinta. Se componía mayormente por mujeres de pollera y hombres con rasgos físicos que denotaban pertenecer a una clase e identidad étnica distinta de la mía y de las personas que asistían a las marchas y bloqueos para pedir la renuncia de Morales. Esta marcha, al contrario, pedía el respeto al voto; eran simpatizantes del gobierno del MAS. Mientras los veía desde el teleférico, escuchaba a dos mujeres de pollera hablar: “Éste es pues el verdadero pueblo”, “Esos k’aras que bloquean solo perjudican a los que tenemos que trabajar, no les interesa el país, solo les interesa que un indio no gobierne”, decían.
Bajé del teleférico y entré a Whatsapp para leer los mensajes de uno de los tantos grupos con el nombre de “Resistencia” que se habían creado para organizar los bloqueos. Estaban discutiendo, justamente, sobre la marcha que recién había visto. Algunos se referían a ellos con argumentos racistas, tildándolos de ignorantes; otros decían que estaban pagados por el Gobierno. Pero lo que más me llamó la atención fueron los mensajes que decían “los que verdaderamente defendemos una Bolivia democrática somos los que estamos bloqueando voluntariamente en las calles”, “el pueblo va a ganar y vamos a salvar a Bolivia de la dictadura venezolana”.
Todo el camino fui pensando en estos discursos tan contrarios, pero tan parecidos. ¿Cuál es el “verdadero” pueblo?, me preguntaba. Y, francamente, lo continúo haciendo. ¿Quiénes defienden los “verdaderos intereses” del país? ¿Será que el ser indígena o campesino (o apoyarlos) te hace más boliviano, más justo? ¿Será que pertenecer a un colegio de élite o tener la tez más clara te hace más extranjero y racista? La respuesta no la iba a encontrar en ninguno de los bandos, pues cada uno decía ser el llamado a defender Bolivia, a defender al “verdadero pueblo”; cada uno tildaba al otro de enemigo de la patria, de títere de terceros y lo acusaba de querer aniquilar al otro (cosa que a ratos parece ser cierta para ambos).
Los días pasaron en medio del conflicto y la situación se había salido de las manos —creo— para todos. Como fichas de dominó, las autoridades e instituciones del Gobierno le empezaban a dar la espalda a Evo Morales. Los policías se amotinaron y uno a uno ministros/as, diputados/as y senadores/as del MAS comenzaron a renunciar. Se acercaba el fin (o lo que se creía en ese momento) de un proceso de desgaste y confrontación a partir de las elecciones generales. Finalmente, el comando militar dio un paso atrás y, a las 4 de la tarde, Evo Morales renunciaba y partía hacia el exilio.
Las calles de la ciudad de La Paz estaban en fiesta, la gente se abrazaba, gritaba y hasta bailaba. La fiesta duró poco. Tensión y zozobra se apoderó de las calles, apagando de golpe los bailes, mientras se escuchaban voces que anunciaban la llegada de militantes del MAS que buscaban enfrentarse. La violencia en La Paz escaló a niveles insospechados, militantes del MAS quemaban casas, buses y negocios; se saqueaban tiendas y casas particulares, y no había policía ni presidente que restableciera el orden y la seguridad. Eran momentos de miedo y extrema violencia. En los barrios de la zona Sur la gente se organizaba para salir con palos y piedras a defender sus casas. Nadie podía siquiera dormir.
Tres días después tuvo lugar la posesión de Añez, los poderes militar y policial se restituyeron. El panorama dio un giro de 180 grados y, a nombre de restituir el orden, la violencia se volcó hacía los sectores que antes simpatizaban con el MAS y, por sobre todo, rechazaban a Añez. Por primera vez en mi vida vi militares en las calles; de cierta forma ello me hacía sentir segura, pero a la vez me recordaba que el país estaba quebrado y, por supuesto, que habría muertes. Las marchas que pedían la restitución de la democracia ya no eran las “nuestras”, eran de los “otros”. Marchas y concentraciones masivas desde El Alto eran brutalmente reprimidas por contingentes militares. Las sombras de Senkata y Sacaba, donde decenas de personas fueron asesinadas y cientos fueron heridos, continúan presentes.
Hasta el día de hoy, la brecha que se abrió entre bolivianos no se ha cerrado, las heridas profundas y estructurales que acompañan al país desde su fundación se han reabierto y no hay miras de que se solucionen, por lo menos no en el corto plazo; un quiebre profundo parece cercano. Mientras tanto, esos discursos del “verdadero” pueblo boliviano versus el otro (el enemigo, también boliviano) permanecen latentes. Leo la historia y me parece un círculo que se repite una y otra vez con diferentes actores y algunas variaciones en sus denominaciones. ¿Por qué nos creemos con el derecho de auto nombrarnos como los justos, “los buenos”? ¿Por qué siempre tiene que haber un enemigo entre nosotros mismos? Mientras tanto, continúo pensando si algún día dejaremos de mirar hacia el otro como la antinación para comprender y construir un país juntos, desde las diferencias. Claro, lejos de prejuicios y sin perder de vista el análisis crítico que tanto se necesita.
Publicado el 29 de octubre de 2021