Lian Alí Poma - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

#SociologíaUMSAescribe

 

En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

AUTORES

LA ÚLTIMA FERIA[1]

Lian Alí Poma[2]


El día en que las gallinas del mercado, ya sin vida y desplumadas, salieron volando de las bandejas en medio del griterío de la gente, quedó lejos. Fue un domingo perdido en la memoria de una pequeña ciudad. Eran tiempos de conflicto, 2003 para precisar. Y a la luz de los siete años, este es el recuerdo que conservo de aquel día.

Si hay una palabra que debe inaugurar un retrato de Viacha, lugar de esta historia y de entrañables recuerdos de mi infancia, es la tranquilidad. La calma que solía revolotear en el aire. Por las mañanas, con o sin el canto de un gallo vecino, el sol salía en el cielo raso para pintar el paisaje. Y la luz tibia caía en la hierba más diminuta y alcanzaba el peldaño más alto de la fábrica de cemento, la edificación más grande del lugar.

A diario, la vida transcurría ensimismada en su mistura[3] de gente. Muy temprano, las calles se llenaban de movimiento. Unos abrían sus negocios. Otros salían a trabajar fuera de la ciudad. Unos cuantos tomaban el sol en alguna plaza. Algunos iban y venían de sus cultivos en los campos aledaños. Otros tantos entraban y salían de la iglesia. Y los niños correteaban hacia sus escuelas. Así transcurrían las horas hasta el atardecer, cuando el sol se escondía entre las montañas y las antenas. Y la noche se acomodaba a esperar que llegara la mañana siguiente.

En ese vaivén, son contadas las veces que un acontecimiento trastocó la calma de Viacha, y la crisis política de 2003 es parte de la lista. Aquel año, el manto que parecía apartar a la ciudad del resto del mundo fue permeado por las noticias que se anunciaban en la radio, la televisión y en las páginas impresas de los periódicos. La presión que caldeaba contra el gobierno de Sánchez de Lozada era un hecho que, mientras más se agravaba, más saltaba de boca en boca.

La agitación fue cuestión de tiempo y su llegada en escala culminó en el cierre de la carretera principal. En los más de 20 kilómetros que se extienden entre la ciudad de El Alto y Viacha, pilas de ladrillos y escombros impedían el paso. Al principio, las rutas alternas que cruzaban urbanizaciones aledañas resolvieron el asunto. Pero con los días, piedras y montañas de tierra anularon todas las salidas y entradas.

Tan solo una ruta de tierra, débilmente dibujada entre las montañas, quedó libre para conectar a ambas ciudades. Pronto, la travesía se tornó en un traqueteo largo de vueltas y revueltas, con maniobras bruscas y ágiles de izquierda a derecha; mientras el conductor intentaba reconocer el camino en medio de la polvareda que se levantaba por la tierra y que se introducía al vehículo por cualquier orificio hasta llegar a la mismísima conciencia de cada pasajero.

Viacha, acostumbrada a su calma, parecía resistirse al sobresalto de la crisis. Especialmente cuando de abastecimiento se trataba. Por las mañanas, carretones con vacas faenadas todavía entraban y salían del mercado. Aunque en cantidades más discretas, frutas y verduras aún se acomodaban en pirámides centelleantes. Quesos blancos y botellas de leche fresca trataban de llenar la entrada del lugar. En las calles, las tiendas atendían como de costumbre. Y los días de feria transcurrían menos atiborrados de puestos, pero transcurrían al fin.

Una mañana enrarecida por la prisa de la gente, una asamblea se reunía en la plaza principal. Entre gritos y ademanes de apoyo, las resoluciones se pronunciaban con firmeza: “Están advertidos, hermanos. Si siguen vendiendo, vamos a saquear las tiendas, el mercado y las ferias. ¡Estamos apoyando a los hermanos de El Alto!”, decía un hombre. “¡Así es! ¡Nosotros no podemos trabajar y vender como si nada pasara cuando ellos están peleando por todos!”, secundaba otro. Al oírle, la gente levantaba los brazos y alzaba la voz emocionada: “¡Sí, sí!”, “¡Estamos con los hermanos de El Alto!”, “¡Esta lucha es por todos!”, decían formando un barullo que alimentaba la curiosidad de los transeúntes.

Aquella asamblea fue el fin de la contención. Con los caminos cerrados, los productos secos como la harina, el arroz, el fideo, el azúcar y especialmente las garrafas de gas tenían días sin llegar a Viacha. El único camino que quedaba libre, la ruta de tierra entre las montañas, era muy dificultoso para los minibuses —que tienen fama de escabullirse en cualquier terreno—; por eso, los camiones con provisiones no se animaban a pasar. Y si lo hacían, corrían el riesgo de ser sorprendidos por vecinos de urbanizaciones aledañas que apedreaban vehículos y decomisaban productos.

Pronto, la falta de pan se convirtió en el pulso de la escasez que ya reinaba en Viacha. Vertiginosamente, las marraquetas y los redondos tostados y crocantes que solían llenar las vitrinas de madera de las tiendas, no aparecieron más. Y su ausencia no caló en la nostalgia, sino en el estómago. A ello, siguió el cierre del mercado y de las tiendas de barrio. Era inminente: la ciudad se quedaba sin alimentos.

En las largas filas que se contorneaban en las plazas, a la espera de camiones militares que llegaran con garrafas de gas, y de otras camionetas provistas con huevos y pan, la bronca y el descontento urdían en las conversaciones. Unos protestaban contra todos. Otros solo contra algunos. Pero todos protestaban. Y aunque a la mañana siguiente, parte de esos protestantes formarían parte de la masa que cruzaría la carretera a pie para unirse a las manifestaciones de El Alto y La Paz, la angustia por la falta de provisiones no dejaba de latir en ningún pecho.

Con el filo de una estocada más, circuló el rumor del cierre indefinido de la sagrada feria de los domingos. Hubo que esperar para saber cuánta verdad o cuánta mentira había en ese ruido que menguaba los ánimos de todo aquel que pasaba la voz.

Finalmente, llegó el día. Entre la prisa que desgastaba las suelas del zapato y el hastío al vacío de las bolsas del mercado, al doblar la esquina de la plaza Evaristo Valle, la feria había logrado imponerse. Allí estaba. Opaca y triste, pero instalada al fin. Al ingresar, la gente la contemplaba con alivio unos segundos y luego compraba cuanto podía. No había novedad en ello, es cierto; pero el aire era otro…

De repente, en ese escenario, cesaron los murmullos. Y en una de las entradas de la plaza, con la mirada iracunda, apareció un hombre emponchado con sombrero negro, sosteniendo un chicote en la mano. Detrás de él, un séquito de hombres y mujeres ingresaron a la feria. En segundos, el grupo lanzó chicotazos al aire, silbidos y gritos de reclamo por la actividad del día. Y con una fuerza desmedida, que se apoderó de sus manos, cajas de verduras y frutas fueron estrelladas contra el piso. Apenas hubo tiempo para reaccionar y hacerse a un lado.

La gente no tardó en gritar y correr para salvar lo que tenía. El caos estaba salpicado de tomates aplastados, arvejas desparramadas y zanahorias y papas que rodaban sin dirección alguna. Inclemente, otro hombre se acercó al único puesto de pollos que había logrado instalarse en la feria. Y al son de los improperios que vociferaba, lanzó por los aires una bandeja de gallinas… En el cielo azul, las aves desplumadas volaron fugazmente hasta estrellarse contra el suelo de tierra para ser pisoteadas por la gente que corría de un lado a otro.

En medio del alboroto, dos señoras que formaban parte del grupo que acababa de ingresar a la plaza, mientras sus compañeros desataban el desorden, ágiles y astutas recogían sin reparo frutas y verduras del suelo, y las guardaban improvisadamente. Al verlas, otras personas hicieron lo mismo: aprovechaban el desorden para llevarse cuanto podían.

“¡Traidores, no saben respetar!”, gritaban unos. “¡Fuera de aquí, son unos huasos!”, respondían otros. Y entonces, en medio de esa gente que en el fondo añoraba la calma perdida, reventaron dos frases como heridas abiertas en el aire. Primero se escuchó decir “¡Indios de m…!”, y con el mismo desprecio, responder “¡¿Y ustedes qué son?!” La ira y la confusión continuaron el desastre. Y las ferias de domingo no regresaron más.

Más allá de la plaza, de la ciudad y de la provincia misma, las pulsiones sociales eran cada vez más estruendosas. Bolivia atravesaba un conflicto álgido que dejaba daños irremediables cada día... Esa fue la razón que impidió más altercados en Viacha.

A la semana siguiente, la multitud que había chocado en la feria se hallaba multiplicada en la plaza principal. Una mistura de gente estaba reunida para cruzar la carretera y, una vez más, marchar unida hacia la ciudad de La Paz. Con la conmoción que inspiraba la escena, correspondía para ellos lo que Carlos Montenegro otrora había dicho sobre el Chaco: “La bolivianidad pudo verse a sí misma, entonces, con la evidencia dolorosa y orgullosa de su frustración y de sus posibilidades afirmativas y redentoras de poder, pasar a la inmortalidad”. 

Todavía pasaron muchas semanas más antes de que el conflicto nacional acabara. Pero cuando aquello por fin tuvo lugar, las noticias inmediatas viajaron en las mismas señales de radio y televisión y en las páginas impresas de los periódicos que un día tuvieron que hacer eco de la crisis.

Y al domingo siguiente, al doblar una de las esquinas de la plaza Evaristo Valle, la feria anunciaba que Viacha, una vez más, se sumergía en su añorada calma reblandecida…

 

BIBLIOGRAFÍA

Carlos Montenegro (1994). Nacionalismo y coloniaje. La Paz: Editorial Juventud.    

German Mendoza (2016). Wiyacha. Milenaria, productiva y cultural. Recuperado de http://www.viacha.gob.bo/uploads/documento/intro_e41ab44802ea3fb.pdf

 

Fecha de publicación: 28 de agosto de 2020

 

[1] La primera versión de esta crónica fue presentada el año 2018 para la materia Sociología Boliviana I, dirigida por Mario Murillo Aliaga, en la carrera de Sociología de la Universidad Mayor de San Andrés.

[2] Estudiante de la Carrera de Sociología. E-mail: lianarisave@gmail.com

[3] Esta expresión fue recuperada del libro “Wiyacha. Milenaria productiva y cultural” de Germán Mendoza Aruquipa, publicado el año 2016.