#SociologíaUMSAescribe - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”
#SociologíaUMSAescribe
Sociología UMSA escribe
“AY WAWITAY, BAILAREMOS: PISKINA PISKINA”[1]
Edwin Choque Marquez[2]
Qué nube es aquella nube
negreando viene de vuelta
Será el llanto de mi madre
convertida en lluvia viene…
Los Jairas, El llanto de mi madre (1966)
https://youtu.be/BXBdIZl7Ubo?si=edcqKevFG1r2kYb_
Los sonidos y las imágenes rodean nuestro presente y nuestro pasado. Generan representaciones llenas de sentido que nos acompañan toda la vida como parte constitutiva nuestra. El canto o la música son algunos de esos espacios, porque permiten la experiencia de sensaciones diversas que aluden a la memoria; pero también existen sonidos e imágenes en el olvido y el silencio por el esquema colonial instituido que requieren ser recordados; así sucede con la canción en aymara de mi abuela. Escuché su canto y bailé con su voz desde el día que la conocí y en muchas otras ocasiones. Su canto –el de mi abuela– me ha permitido darme respuestas, saber quién soy, buscar mi historia. Mirar atrás me ayudó a ir adelante… Qhipnayra.[3] Cuando empecé a buscar e invocar su imagen para sacudir mi presente, para actualizar mi memoria india y chola (Rivera, 2018b). ¡Así es! ¡Así fue! Las crisis nos permiten reconocer las máscaras blancas que hacen alusión al olvido. La activación de la memoria y la búsqueda del canto de mi abuela fueron significativas para mi vida. En ese interés, reconstruí imágenes y sonidos de mi madre (abuela), los que, al final, son su historia, mi historia. Por esas razones, quiero contar ese recorrido de autoidentificación.
La estructura colonial sobrepone, afirma Fanon (1952/2009), máscaras blancas que todas y todos poseemos, con un uso consciente o inconsciente que está en el colectivo social. Pasaron años para darme cuenta de las máscaras blancas que portaba y para reconocer que las tenía. Yo, de origen cholo, había llegado a ser “profesional” y, por tanto, debía criollizarme de forma consciente e inconsciente hasta llegar a negar mi propio rostro. Vestir formalmente, usar gabardinas, corbata, camisas planchadas y todo ese rollo. La mirada colonial tiene estrategias para ejercer control y presión para el “deber ser y representar” en sociedad. En lo personal, esa expresión formal es lo que fui dejando, pero, por esos años, ingresé a ser docente de pregrado en la UMSA. En las primeras experiencias de ese oficio, fui designado como presidente de mesa de exámenes de grado y estuve con quien años atrás fue mi docente. Una vez sentados, me aplicó una mirada general que lo escanea todo y, con una gestualidad de desagrado, me dijo: “A la otra, un trajecito, pues, una camisita”. Ella siempre andaba bien trajeada, como muchas, pero no veo hasta el día de hoy que eso contribuya al aprendizaje de sus estudiantes. Aquello fue una expresión, como las hubo otras en ese espacio… Eran las caras que ponían las señoras que presumen de gran abolengo y que en las aulas repetían y repiten constantemente conceptos como justicia social, igualdad, derechos a estudiantes; pero todo ello es una farsa, un discurso. Cuando yo era estudiante y emitía el saludo, solía recibir una sonrisita aquí y otra allá, pero en el momento en el que estuve de igual a ellas, de docente a docente, sus cansados y pintados rostros expresaban esos gestos de menosprecio hacia mí por ser yo moreno y joven. Varias veces noté su descontento y habladurías en reuniones, cuando estaba obligado a compartir su sacra mesa, la misma mesa donde tomaban sus cafecitos con sus pancitos entre “amiguis” de la rosca, los martes en la tarde, y se ponían a conversar “elegantemente” sobre las personas (sus colegas y estudiantes). Observando esas situaciones de discursos falsos y de doble moral, entendí aquello a lo que se refería Silvia Rivera (2015/2018a, 2018b) como colonialismo interno y violencias encubiertas. Así que las máscaras blancas o la blanquitud (Bolívar Echeverría, 2010) estaban presentes en la vida cotidiana. Para qué decir más. El tercer año que di docencia sabía que tenía que irme, pues no se puede aprender y mucho menos reflexionar en escenarios así. Me fui para no volver. Ante la exclusión constante desde mi llegada, tomé la decisión y emprendí mi autoexilio, mi búsqueda propia. Enterré ese discurso aparente de los profesionales e iguales.
En esa crisis de visibilidad, como aprendí de Zavaleta (1983/2013), encontré espacios políticos incorrectos para procurar un aprendizaje más autónomo, más propio… Mientras estaba en ese camino, de un momento a otro el recuerdo empezó a germinar en mí y sentí que el canto de mi abuela empezaba a hacer eco en mi vivir. Busqué sus imágenes y la última foto que me quedó. Me di cuenta de que, por estar distraído en cumplimientos sociales y culturales del “deber ser”, la estaba olvidando. Por eso, decidí iniciar un camino junto a su canto y su voz.
Apelar a la memoria es un ir hacia atrás para ir hacia adelante. El primer recuerdo que tengo de ella es algo borroso; recuerdo una voz que me dice: “mamá, dile…”. Me acerco a ella temeroso y veo su piel morena, sus trenzas largas, su chompa tejida de color claro y los pliegues de su pollera. Lo siguiente es su mirada tierna, su sonrisa al verme y sus manos que me alzan hasta pisar sus rodillas. Después, vuelvo a pisar el suelo, y su voz inicia: “Ay, wawita, bailaremos: Piskina piskina…”. Ese fue el inicio. Varias veces bailé al son del canto y ritmo de mi abuela que me hizo reír y alegrar muchas veces. En otras ocasiones, me sentaba en un banquito pequeño frente a ella; mi primo David y yo, la escuchábamos contar las historias de Copacabana –su lugar de origen–: de la ciudad de oro enterrada por el lago Titicaca; de la campana de la iglesia que sonaba cuando bajaba la marea; del encantamiento del sapo y que si te acercas te puedes volver piedra; de los titis (gatos de monte) que llevaban diamantes en su frente y se ocultaban en el lago; de las sirenas que salían y encantaban a los hombres; de la vez que los peruanos querían llevarse a la Virgen de Copacabana... Mi abuela, a quién le decía mamá, repetía con frecuencia sus historias y yo siempre la escuchaba como si fuera la primera vez.
Mi abuela es un ser especial. Un alma irremplazable, como diría el escrito de Barthes (1980/2006) sobre su propia madre. Desde que fuimos a vivir a su casa, empecé a verla y conocerla mejor, a mis siete u ocho años. Con ella no faltaba ese bailecito y una frutita sabrosa que siempre nos obsequiaba. Ella era muy madrugadora, pues iba a los tambos a agarrar su mercadería. Llegaba junto con el apharapita (cargador del mercado) y se ponía a acomodar la fruta para poder venderla. A nadie de la familia le faltó una fruta, un quesito, una paltita o el pancito que con tanto cariño sacaba de su aguayo.
En mi niñez, ella siempre tenía un sentimiento de justicia: mi primo y yo éramos los más pequeños de la familia y ella siempre les aconsejaba a los primos mayores: “No les van a molestar, ellos son pequeños, no son viejos como ustedes”. Todo eso dirigido a mis primos mayores quienes, porque eran más fuertes, se aprovechaban de nosotros. A mi mamá no le gustaba que las personas se aprovecharan de otras, ese era su sentimiento y nunca necesitó de un título profesional o vestirse “mejor” para darse cuenta de que se debe respetar a todos. Su canción siempre fue especial para mí. Me hacía bailar, reír, gozar y después, y después, venía uno de los cuentos. Dos generaciones sentadas, la abuela y su nieto al mismo tiempo. Uno aprendiendo de quien ya conocía mucho de la vida. Y la otra persona cuidando a quien ve que va creciendo. A veces, ella me llevaba y me dejaba faltando unas tres o cuatro cuadras antes de mi escuela, ambos a pie, como siempre. “Vas a ir directo a tu escuela, no vas hacer caso a la gente que no conozcas. No te vas a confiar de todo lo que te digan”, eso me resaltaba. A momentos voy olvidando su voz; sin embargo, su rostro lo tengo bien marcado en la memoria. Así la recuerdo.
Mi abuela nos acompañó hasta febrero del 2008. Después, solo nos quedaron unas cuantas fotos y el silencio. Con los años, se fue su canto. Cuando les pregunto a mis primas sobre la canción, ya no la recuerdan. Tomasa Lopez Apaza se llama hasta ahora, vivió en Copacabana la mayor parte de su vida, hasta que se vino a la ciudad de La Paz por su familia. Quedó viuda y con la responsabilidad de sus dos hijos y tres hijas desde joven. Fue parte de la historia de la urbanización de la ciudad con el trabajo comunitario y vecinal en la zona de Vino Tinto. Su actividad económica de sustento fue el bordado de mantas hasta que bajó la demanda y se dedicó a la venta de frutas en una de las aceras de la conocida Vita, justo al frente del riel, por donde pasaba el tren. Su padre fue Marcelino Lopez, de oficio picapedrero. Según historias de mi abuela, su papá fue quien talló las cruces de piedra que se ven al subir el Calvario de Copacabana. Aunque aún no encontré el nombre grabado de mi bisabuelo en esas cruces, las sigo buscando. Recordar y descubrir estos y otros hechos para mi presente, me dio claridad en la reconstrucción de mis caminos.

Posiblemente, vendedoras de la Asociación de Comerciantes Minoritas Sector Vita-Manco Kápac, donde mi abuela estaba afiliada. Ella aparece con su mandil a cuadros y está con sus manos cruzadas hacia adelante. El momento debe ser una situación especial o necesaria, pues ella rara vez prefería aparecer en una fotografía.
En el recuerdo de mi abuela descubrí que los cantos son sonidos frecuentes en la región andina aymara-quechua y sus rituales: se canta a las wawas, a la lluvia, al viento, a la cosecha, a las montañas, al sol, a la luna, a la Pachamama. Otro hecho es que, al inicio, pensé que el canto de mi abuela a cada una de sus nietas y bisnietas y a cada uno de sus nietos era solo una expresión personal de afecto materno, algo aislado. Pero a partir de mis exploraciones empecé a tejer distintas preguntas: ¿quién le enseñó la canción?, ¿qué significaba para ella?, ¿era una composición propia?, ¿la canción será solo del lugar donde ella nació (Copacabana)?, ¿conocerán la misma canción otras personas de su generación?, ¿habrá sido una canción “famosa” de su tiempo?, ¿habrá investigaciones? Esas preguntas daban vueltas por mi cabeza y muchas más. Por ello, empecé a tomarlo más en serio. En entrevistas informales, llevé mi idea a un pequeño grupo y fue grande mi sorpresa al ver que la misma canción de mi abuela era cantada en el norte de Potosí, en Sucre, en diferentes comunidades. En mis exploraciones aún no encuentro libros escritos o investigaciones directas sobre la canción, pero fui rescatando el material que encontraba. La primera referencia que me dieron muchas personas fue la interpretación de la cantante Luzmila Carpio y su Pedagogía Yachay-ruay (saber-hacer):
Ya te hice bailar mi niño / Ahora tienes que aprender a pararte / Tienes que tratar de caminar / Párate, que voy a darte papita / Y carnecita / Phiri y pancito / Como las mariposas volarás, hijito mío / Irás a la escuela / Aprenderás a leer y escribir / Llegarás a adquirir el conocimiento / Hijo mío.
El tema de Luzmila me llevó a comprender que el canto de mi abuela no era solo propio de la región de Copacabana, sino que trascendía más allá de lo que pensé. Encontré más adelante otras afirmaciones de que la canción se la interpretaba en Chuquisaca, Cochabamba, Oruro y hasta en Cuzco, Perú. Este último dato geográfico dio un giro a mis cavilaciones, porque pensé que piskina, piskina era una canción aymara, pero en realidad es de origen quechua. De hecho, recibió un reconocimiento en 2020 del Ministerio de Cultura del Perú. En un video de ese reconocimiento se anuncian unas líneas interesantes:
Musical andino infantil que evoca el canto de las abuelas y madres, cual dulce susurro de Pachamama, hacen bailar el piskina piskina a los nietos e hijos infantes. Canto recuerdo de una memoria añorable, que nos transporta al tiempo de cuando éramos niños.
Por lo tanto, el canto a las wawas y el arrullo de la canción son propios de la región andina y es una práctica propia de cada contexto o lugar. Es posible que el canto de mi abuela sea uno de los varios arrullos andinos que existieron en su generación y que se van perdiendo u olvidando en el tiempo.
Por estas razones, sostengo que apelar a la memoria qhipnayra es descubrir quiénes somos. Es un acto de resistencia que afronta al olvido y al colonialismo interno existente, reforzado por distintas prácticas de maneras conscientes e inconscientes. El canto de mi abuela me permitió buscar la raíz que no consideraba en mi vida, recordar su sonido me llevó a otros descubrimientos de su propia vida que quiero contar y seguir expresando. Ante un presente en crisis, la memoria es resistencia… ¡Abuela!, donde te encuentres, bailaremos: Piskina piskina.
Referencias
Barthes, R. (2006). La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía (J. Sala Sanahuja, Trad.) (10ª ed.). Paidós. (Obra original publicada en 1980)
Fanon, F. (2009). Piel negra, máscaras blancas. Akal. (Obra original publicada en 1952)
Rivera Cusicanqui, S. (2018a). Sociología de la imagen. Miradas ch’ixi desde la historia andina (2ª ed.). Plural Editores; Piedra Rota. (Obra original publicada en 2015)
Rivera Cusicanqui, S. (2018b). Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis. Tinta Limón.
Zavaleta, R. (2013). Obra completa. Tomo II: Ensayos 1975-1984 (2013). Plural Editores. (Obra original publicada en 1983)
Publicado el 24 de octubre de 2025
[1] Ensayo final para la materia Lenguaje y Redacción Básica, carrera de Sociología, Universidad Mayor de San Andrés, gestión 2022-2.
[2] Estudiante del séptimo semestre de la carrera de Sociología.
[3] El término en aymara es señalado por Silvia Rivera (2018b) y consiste en el presente dialéctico como subversión del pasado. Es decir, se sostiene en la memoria como acto metafórico en la pertinencia de qué tiene el pasado para el presente.