Rosa Katherine Mamani Castillo - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”
#SociologíaUMSAescribe
En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.
AUTORES
CUCHILLO BAJO LA ALMOHADA Y CELULAR EN MANO[1]
Rosa Katherine Mamani Castillo[2]
La ciudad de La Paz se caracteriza por el ajetreo de sus habitantes que caminan a paso apresurado, “La ciudad que corre”, nos apodaron. Entre sus calles mas caóticas está la esquina entre calle Isaac Tamayo y Tumusla, hogar del comercio de ropa de marca y de pasankalla al por mayor. La jornada, normalmente para sus comerciantes, inicia cuando aún no ha salido el sol y termina mucho después de la puesta de sol. Los residentes de dicha calle estamos acostumbrados a la bulla y el ajetreo. “Veinticinco en cinco”, grita el vendedor de limones una mañana tranquila mientras las vendedoras intentan que les compres: “Ven, mamita, bien yapadito te voy a dar” , dice una vendedora mientras levanta un puñado de pasankallas invitándote a probar. En noviembre de 2019, los gritos de vendedores fueron reemplazados por silbidos de ellos mismos en vigilia con temor a que saqueen sus puestos. Con palos, destornilladores y alrededor de una fogata, los comerciantes y vecinos vigilaban que no lleguen pandillas o saqueadores, pues el país se encontraba en lo que sería una lucha de poder.
El 10 de noviembre de 2019, Evo Morales renunció a la presidencia tras 14 años de mandato. Esto fue causado por la presión de las fuerzas armadas, la policía y la población en general. Según palabras de Evo Morales:
Por qué decidí está renuncia: para que Mesa y Camacho no sigan persiguiendo a mis hermanos, dirigentes sindicales; para que Mesa y Camacho no sigan quemando las casas de los gobernadores del MAS en Oruro y Chuquisaca… Para que Mesa y Camacho no sigan secuestrando y maltratando a los familiares de nuestros dirigentes sindicales, como en Potosí al hermano Teodoro Mamani. Que no sigan perjudicando a la gente más humilde, al hermano comerciante que no dejan trabajar en Santa Cruz, y a transportistas en casi todo el departamento. Estoy renunciando justamente para que mis hermanas y hermanos dirigentes y autoridades del Movimiento al Socialismo no sean hostigados, perseguidos y amenazados… (TELESUR TV, 2019).
Muchos agradecimos la renuncia de Evo Morales, no por ser opositores al partido ni por estar en desacuerdo con su gobierno, sino porque vivimos días de miedo, un miedo causado por el vandalismo que se apoderaba de las calles por las noches. Estos acontecimientos marcaron la historia con sangre, dolor y llanto.
Dos días antes, el 8 de noviembre, nos encontrábamos en uno de los días de bloqueo. Desde mi hogar, entre las calles Isaac Tamayo y Tumusla, veía los comercios cerrado y el pavimento cubierto con tierra. Hace mucho que ninguna llanta pasaba sobre este. Los alimentos escaseaban, las calles estaban cercadas. Por estas razones, decidí ir a pasar unos días a la casa de mis padres. Sabía que el trayecto sería largo por la falta de transporte público, así que alisté mi mochila con una muda de ropa, agua y una manzana, llevando solo lo necesario porque el camino sería largo. Empecé mi trayecto a las 11 de la mañana. Bajé a la avenida principal con la esperanza de encontrar algún transporte público que me llevara a su casa y, al no encontrar nada, seguí caminando lentamente hasta la Plaza del Estudiante. Recuerdo los tanques en la Obelisco, entre militares y policías armados, listos para disparar; mientras al frente de la calle pasaba una marcha de originarios con una wiphala como escudo, marchando a paso furioso y afirmando que el presidente de ese entonces no estaba solo. La tensión se sentía en el aire y, mientras caminaba, se escuchaban frases repudiables: "¡Indios de m...!" y "¡Fue fraude!". Cerca de la Plaza del Estudiante, encontré un transporte público y, al subirme, me advirtieron que el pasaje era de 6 bolivianos, ya que ellos corrían el riesgo de que les rompieran los vidrios, les pincharan las llantas o, peor aún, los lincharan. Llegamos a San Miguel, donde nos hicieron bajar casi a empujones, ya que más adelante había gente bloqueando, la que, al darse cuenta de que el minibús estaba trabajando, bajó corriendo armada con palos, fierros y piedras, furiosa y con intenciones de linchar al chofer. La mirada del chofer reflejaba miedo e impotencia; con los labios secos y ojos rojos, arrancó su auto para poder escapar. ¿Acaso es un delito salir a trabajar y ganar un poco de dinero para poder comer? ¿Era este un bloqueo pacífico? Fue la primera vez que sentí rabia, dolor e impotencia al ver cómo un mismo pueblo estaba dividido. Recalco que se entiende el objetivo de la lucha y la presión; sin embargo, descargamos nuestra rabia en personas que no son los culpables del problema, muchos trabajan para vivir al día y en tiempos de conflicto ellos son quienes más sufren.
A pesar de la impotencia que sentía, debía continuar con mi camino y así llegué a la calle 28 de Cota Cota. Un sol radiante y el canto de algunas aves fueron compañía en mi trayecto, al igual que de muchos que se encontraban con rumbo a sus domicilios. Había una señora de pollera que estaba a mi lado siguiendo el mismo trayecto, me comentó que tenía que hacer el mismo recorrido a pie todos esos días y que no podía quedarse a dormir en su trabajo ya que era madre soltera y sus niños no se podían quedar solos. Al llegar a la calle 29, la señora paró el paso, me dijo que iría por la calle de atrás y, sin despedirse, siguió su camino a paso acelerado. Al llegar a la calle 30, un grupo de 10 personas estaba bloqueando el paso. Entre llantas, palos y basureros custodiaban el camino. Intenté pasar sin decir nada, pero una señora de tez blanca y alta, que llevaba la bandera como capa, me detuvo y me dijo que debía revisar mi mochila. Me sentí ofendida y le pregunté por qué. Le dije que tenía mis derechos y que no podían revisar mis pertenencias; en ese momento, más personas del grupo se acercaron y me rodearon. Me explicaron que había rumores de vándalos con armas blancas y que debían hacerlo por seguridad. Aun así, me sentí avergonzada, ya que revisaron todo, esculcando hasta mi ropa íntima; la guardaba en mi mochila. Me trataron como una criminal, levantaron mis brazos y palparon los hombros pasando por mi espalda y revisando mis piernas en busca de algún arma blanca o algún objeto considerado sospechoso. Logré pasar y, unos metros más adelante, me senté en una acera pues me sentía violada; nunca nadie me había tocado buscando encontrar un arma; al mismo tiempo, revisaba mi celular para pasar el tiempo y recuperar el aliento mientras veía de reojo cómo trataban a otras personas que pasaban por el mismo lugar. Me dolió ver que una señora de pollera fue ultrajada de la misma forma que yo, con la diferencia de que a ella le hicieron bajarse la pollera y algunas de sus enaguas, como si guardara algún arma entre sus polleras.
Desde 1825, decimos que somos independientes y libres, y desde 1952 los campesinos tienen voz. Pero ¿realmente estos bloqueos fueron en busca de democracia, de hacer valer la Constitución para tener una mejor Bolivia? ¿Cómo podemos tener una Bolivia mejor si nos tratamos como delincuentes los unos a los otros? ¿Cómo podemos hablar de la lucha por nuestros derechos si vulneramos y pisoteamos los derechos de los demás? Fausto Reinaga habla del indigenismo, aunque sus textos me parecen algo victimistas. A pesar de ello, entiendo que, en parte, él tenía razón: nos tratamos de manera diferente solo por el color de piel, ya sea de un blanco a un mestizo o de un mestizo a un blanco.
Seguí caminando con los pies adormecidos y el corazón hecho pedazos. Algunas personas me contaron que incluso les habían revisado el celular. No sé cuán cierto era, pero decidí no prestar más atención a la tensión en las calles principales y opté por caminar por calles aledañas, donde lo único tenso eran los ladridos de los perros. Llegué a casa sin mayores problemas y, al cruzar la puerta, me senté en la silla del comedor con los brazos recargados en la mesa, los labios secos y los zapatos llenos de tierra, y reflexioné sobre todo lo sucedido. ¿Realmente somos capaces de violentar y vulnerar los derechos de otras personas por miedo?
Esa noche, el celular de mi madre no dejaba de sonar. Los grupos vecinales pedían a todos que saliéramos a custodiar las calles, ya que había rumores de pandilleros entrando a casas sin importar que la gente estuviera allí. Al principio, no lo creí real, pero decidí salir a la esquina para observar. Desde allí, se puede ver gran parte de la ciudad. El silencio en las calles hacía parecer que la ciudad estaba desierta; solo el humo de algunas fogatas indicaba que había gente cerca. Minutos después, desde la loma, vi unas camionetas negras con vidrios polarizados que a gran velocidad se dirigían a la calle principal de la 53 de Chasquipampa. Hasta el viento parecía temeroso de soplarte las mejillas. De repente, sonaron las sirenas de los policías y en los grupos vecinales contaban que habían atrapado a un grupo de ladrones que había entrado a una casa y amenazado a sus habitantes. Nos pedían que nos mantuviéramos unidos .
Era casi medianoche, apagamos los televisores y, con un cuchillo bajo la almohada y el celular en mano, nos dispusimos a dormir. De repente, a lo lejos, se escuchó un grito de auxilio, los perros comenzaron a ladrar, los vecinos miraban desde sus ventanas y otros desde encima de su pared. Mis padres y yo decidimos salir a ver qué sucedía, pero no podíamos ayudar porque esto implicaba dejar solos a mis hermanos. Me subí a la pared para vigilar si algún grupo se acercaba, mientras mi madre llamaba a la policía, aunque nadie contestó. Nos quedamos una hora parados en el patio, listos para defendernos, temiendo lo peor. A lo lejos, se escuchaba a gente borracha hablando. Nos aterraba la idea de que nos estuvieran vigilando, esperando que nos durmiéramos. Esa noche no logré dormir; me pasé viendo los mensajes de los vecinos, quienes enviaban fotos, audios y videos. La zona de Chasquipampa vivía momentos de gran tensión.
La mañana del 9 de noviembre recuerdo ver a mi madre sentada frente al televisor, con lágrimas recorrer sus mejillas mientras se agarraba con fuerza las manos. En un noticiero pasaban las imágenes de la UTOP de Cochabamba donde un uniformado levantaba en alto la bandera de Bolivia, pues afirmaban que la policía está con el pueblo. Ya no falta mucho – dijo mi madre con voz temblorosa, pues al no poder salir a trabajar tuvimos que sacar de nuestros ahorros para poder comer y tras tantos días de conflicto el dinero se nos acababa.
El 10 de noviembre el viento soplaba fuerte trayendo un aroma agrio mientras a los lejos se escuchaban los petardos. Ese día el sol se escondió rápido, como si supiera lo que estaba por venir. Al llegar la tarde, el miedo volvió a invadirnos. Sin embargo, esta vez fue distinto, como cuando sabes que una tragedia está por llegar, pero no logras distinguir cuál es. El olor a humo nos hizo salir de la casa pues estaban quemando los buses PumaKatari. Bajé con mi madre y comencé a grabar con mi celular. Entonces personas se acercaron a nosotras y a gritos me obligaron a borrar el video, mientras otros gritaban: “Línchenlas” y “Seguro son golpistas”. Quería irme, pero del miedo mis piernas no respondían. Doña María3, vecina de Chasquipampa cuenta:
Esa noche me estaba haciendo mi tesito, yo vivo sola y mis hijos están casados y ya no vienen ni a visitarme; tipo a las 8 de la noche un montón de gente bajó desde el puente, agarrados de bidones y con la cara tapada. Yo estaba en la puerta de mi casa y cuando pasaron por aquí uno se acercó y me ha gritado feo: “Éntrese, señora, no estese de chismosa”. Yo viejita soy, no puedo ni correr, apenas siempre me he entrado… toda mi vida he vivido aquí, y a ninguno de esos jóvenes había visto nunca.
Vecinos de una casa ubicada muy cerca del depósito de los PumaKatari, al igual que yo, también grababan, pero les lanzaron piedras, quebrando sus ventanas hasta que los habitantes de adentro decidieron cerrar cortinas y apagar las luces. Se rumoreaba que quienes quemaron los buses eran trabajadores de la Alcaldía, y grupos pagados, pero eso es solo un rumor. Lo único que puedo afirmar es que esos buses llevaban tiempo en desuso y eran solo chatarra. En la actualidad, en Bolivia TV, se informa que los buses fueron desmantelados antes de ser quemados —sin motores, sin cajas— sugiriendo un autoatentado de la Alcaldía.
Para entonces, Evo Morales ya había renunciado a la Presidencia, y se suponía que esos debían ser momentos de tranquilidad; sin embargo, la del 10 de noviembre fue una de las peores noches de mi vida. A lo lejos se observaban manifestaciones que confirmaban la traición de los policías contra su pueblo, ellos se dirigían a la EPI de Chasquipampa donde los policías se vieron obligados a salir lanzado sus gases lacrimógenos para protegerse.
Recordemos un poco de nuestra historia y demos un vistazo a antes de la llegada de Evo Morales a la Presidencia. La mayoría de los habitantes de esta zona no tenían oportunidad de surgir. Un ejemplo: las señoras recién llegadas del área rural son las mismas que en muchas ocasiones no saben hablar castellano y por eso mismo no tenían oportunidad de realizar trámites bancarios. Desde el Gobierno de Evo Morales y la implementación de la Ley General de Derechos y Políticas Lingüísticas 269 promulgada el 2 de agosto del 2012, en la que obliga a los funcionarios públicos a hablar un idioma originario, estas personas tienen oportunidad de surgir. Desde ese momento, personas que jamás creyeron tener una casa y un auto propio por el único hecho de no entender otro idioma lograron soñar y perseguir objetivos. Un claro ejemplo es de doña Martina Mamani, una señora del campo que con dificultad habla castellano; con tres ollas y platos de plástico se sentaba en la esquina de la calle 60 de Chasquipampa para vender su almuerzo y así mantener a su numerosa familia. Así lo hizo por aproximadamente cinco años.Tras la promulgación de la Ley 269 y la Ley 393, que establece la obligatoriedad de las entidades financieras a destinar anualmente a un porcentaje de sus utilidades al cumplimiento de función social, doña Martina pudo sacar un préstamo bancario con el cual abrió su pensión. En la actualidad Doña Martina ya falleció, pero la pensión sigue funcionando a cargo de su hija mayor, Rita.
No digo que ese Gobierno haya sido perfecto, pero debo admitir que enfocó muchas de sus propuestas en beneficio de la población más ignorada. La gente no olvida ni perdona, y en este caso los hablantes originarios no olvidan la oportunidad y las puertas que el país les abrió desde ese entonces.
De igual forma hay cosas que no olvidaré como el miedo y la impotencia que me invadieron a mí y a mi familia esas noches oscuras de noviembre de 2019.
Hoy, 31 de octubre de 2024, ya habiendo pasado casi cinco años de aquellos conflictos, el país vuelve a convulsionar a causa del mismo personaje que dijo renunciar para que el país no pase hambre y para que no perjudiquen a los mas humildes. En esta ocasión, él y sus seguidores son los que están perjudicando a la población de a pie y a la población más vulnerable. Tal vez esta persona debería de entender que la gente no olvida todo el dolor, llanto y miedo que causó esos oscuros días de noviembre del 2019. ¿O será que aun no aprendemos?
Publicado el 1 de noviembre de 2024