Augusto F. Quispe Vargas - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”
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En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.
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MÁS ALLÁ DE LAS TRINCHERAS[1]
Augusto F. Quispe Vargas
Es complejo tratar de comprender la experiencia de aquellos seres humanos quienes, más allá de luchar para defender un territorio tan remoto que jamás habrían pensado visitar, ofrendan sus vidas por una nación que, hasta este triste conflicto bélico, jamás los había tomado en cuenta. Es un país donde la sociedad está jerarquizada y fragmentada, basada en el poder económico, el grado de formación cultural, pero principalmente basada en el origen étnico y racial.
Entre 1932 y 1935, se desarrolló el conflicto conocido como la Guerra del Chaco, en el que dos países vecinos, ambos sin salida al océano y con una importante población indígena, se disputarían un territorio inhóspito que, por sus duras condiciones naturales, no ofrecía nada que invitara a habitarlo. En ese lugar, donde hasta entonces había reinado la soledad, el silencio fue roto por los sonidos de los cañones de artillería, las explosiones de granadas, los alaridos de dolor y miedo de los hombres y, por supuesto, la ambición humana de apropiarse de los recursos naturales. Así, el Chaco se convirtió en un testigo cruel y mudo de una guerra que escribiría la historia de miles de vidas y muertes en ambos bandos: Bolivia y Paraguay.
Cuesta creer que el ego y la estupidez de gobernantes como Daniel Salamanca, de Bolivia, y Eusebio Ayala, de Paraguay, pudieran decidir el destino de miles de hombres que dejaron atrás una vida, una familia, un amor y muchos sueños por cumplir, sueños que nunca volverían a ser los mismos y otros que jamás llegarían a concretarse.
Por eso pienso que el relato “El pozo”[2], del escritor Augusto Céspedes, es solo una de tantas historias que fueron sucediendo. Mientras este grupo de soldados bolivianos mantenía la esperanza de encontrar agua cavando en la tierra, esa actividad daba sentido a sus vidas. Les ofrecía la esperanza de sobrevivir un día más, pues el agua, ese elemento vital, no solo les permitiría luchar y continuar en el combate, sino también mantener viva la esperanza de regresar a casa y retomar la vida que habían dejado atrás, para vivirla al máximo. Al mismo tiempo, en distintos frentes, se libraban batallas sangrientas, donde los combatientes no tenían otra opción que enfrentarse cara a cara con la muerte, cumpliendo las órdenes de sus oficiales superiores.
Pero estos soldados, llevados a la fuerza desde el altiplano sin ningún conocimiento militar, ni siquiera sabían leer o escribir. Además de que eran discriminados por su condición indígena, debían lidiar con el idioma. En aquel tiempo, la educación era escasa en el área rural y el servicio militar servía principalmente para aprender algunas palabras en castellano y recibir órdenes en una lengua ajena al aimara o al quechua, sus lenguas maternas, con las que habían crecido hasta ser arrancados de sus hogares. No solo implicaba aprender una nueva lengua, también tenían que adoptar una nueva forma de pensar y concebir la realidad. Además, el servicio militar en el área rural es un medio para ser considerado hombre con todas las facultades que esto implica y, así, adquirir la ciudadanía boliviana.
La indiferencia del Gobierno de entonces y del Estado hacia esos lugares lejanos que también eran parte del país quedó de lado cuando surgió la presunción de la existencia de petróleo en esos territorios que hasta entonces jamás habían tenido importancia política, geográfica y, mucho menos, social. Pero claro, cuando surgen los intereses sectoriales de ciertas clases políticas gobernantes que solo piensan en el bienestar de su rosca, poco les importa el desenlace, ya que quienes estarían en la primera línea de fuego no serían ellos ni sus camaradas del alto mando militar ni los gobernantes. Serían simples indígenas cuyas vidas no tenían mayor relevancia en un país gobernado por élites clasistas y racistas. Así, estos dirigentes se darían a la tarea de movilizar grandes contingentes “por una causa nacional”, sin importarles las mínimas condiciones que estos hombres merecían, aun sabiendo que aquellos días podrían ser los últimos de sus vidas.
De la misma manera, la indiferencia del Estado hacia la población indígena fue evidente mucho antes de esta guerra. Los indígenas ocupaban un rol de servidumbre en una sociedad con gran población originaria, donde la minería sostenía la economía del país, continuando con un modelo que venía desde la época colonial. La mano de obra indígena fue fundamental para la explotación de los recursos naturales que luego eran enviados a Europa por vía marítima. La historia se repetía cuando los llamados “barones del estaño”, Hochschild, Patiño y Aramayo, mediante el trabajo de una mayoría indígena, enviaban la materia prima extraída, principalmente estaño y otros minerales, a las fundiciones de Liverpool en Inglaterra, dejando para el país solo mínimas regalías. Estas apenas beneficiaban a las élites gobernantes, quienes se encargaban de firmar acuerdos y contratos hechos a su medida.
La Guerra del Chaco demuestra, una vez más, que cuando el país enfrenta un conflicto realmente serio, los políticos y gobernantes son incapaces de encontrar soluciones pacíficas y diplomáticas. Desde sus lugares de privilegio, toman decisiones basadas en lo que les conviene. Refleja la fragmentación de la sociedad boliviana en el campo de batalla. Mientras algunos oficiales con formación militar estaban al mando de la tropa, soldados rasos, provenientes de diversas regiones y con diferentes orígenes culturales y raciales, pasaban los días en el campo de operaciones, juntos, formando lazos familiares. Aunque al principio de la campaña la comunicación entre ellos representaba un obstáculo a superar, con el tiempo fueron conformando grupos homogéneos donde la solidaridad y la camaradería se convirtieron en el sostén y soporte que les brindaba alguna esperanza de ganar la guerra o el ansiado regreso a casa.
Simultáneamente, lejos del campo de batalla y desde la comodidad de las ciudades desde donde se dirigía la campaña y se daban órdenes, el alto mando militar continuaba disfrutando de su vida de privilegios, indiferente a la realidad que se desarrollaba en el Chaco. Allí, la mayoría de los soldados, sin agua ni alimentos, creían y sentían un nacionalismo que hasta entonces había sido inexistente. Ignoraban que este conflicto estaba siendo orquestado por los intereses de empresas petroleras que, junto a potencias imperiales y países vecinos de la región de América del Sur, se convirtieron en protagonistas y testigos invisibles. Desde sus palcos, dirigían la guerra mediante la financiación de recursos económicos, mientras dos países sacrificaban a su población, que debía atravesar un infierno en la tierra antes de sucumbir ante el fuego enemigo o ante la insensible furia de la naturaleza.
Publicado el 8 de noviembre de 2024