Sebastián Quispe Quispe - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

#SociologíaUMSAescribe

 

En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

AUTORES

MI PENSAMIENTO NO ES ESTÁTICO[1]

Sebastián Quispe Quispe[2]

 


Varias veces me había puesto a pensar si amo u odio a mi país, Bolivia. Algunos momentos breves y  efímeros me hacen amarlo desmesuradamente; otros momentos, me hacen odiarlo. Este último sentimiento, más frecuente, parece sumarse al pensamiento que continuamente pregona el colectivo joven latinoamericano que se encuentra sumergido en una depresión social y que encabeza el pensamiento con una frase que exclamamos cual si fuera un grito revolucionario, hasta quedar roncos, hasta que los dedos de nuestras manos sangren de tanto escribirlo: “¡Sáquenme de mi país!”. De conseguir tan afanado objetivo, por lo menos yo, no sé qué haría en otro lugar.

 

Entonces recordé cómo Almaraz, uno de los grandes intelectuales bolivianos, menciona, en su texto Réquiem para una república, cómo los miembros de las élites “se sentían dueños del país pero al mismo tiempo lo despreciaban”. Yo no estoy ni cerca de ser parte de una élite, y trascendiendo la idea de Almaraz, hoy veo y comprendo cómo no es necesario serlo para odiar a mi pequeña región del mundo. No solo yo, estoy seguro que somos varios del vulgo, principalmente jóvenes que miran su futuro idílico, ambicioso lleno de hedonismo y lujos desde una pantalla que nos ofrece la libertad mientras nos oprime. Nos vendamos los ojos para no encarar la realidad. Hoy, clases bajas, bajas muy bajas, clases medias, medias muy medias, y clases altas muy altas, dicen amar a su país cada vez que su selección de fútbol enfrenta a un equipo que viene de un país de similares características y quedamos decepcionados ante nuestra deshonesta esperanza; o que un artista “extranjero”, como debe ser, nos menciona y devuelve el sentimiento nacionalista; en esos casos regresa el orgullo finito, nos sentimos bolivianos, nos pintamos la tricolor en el hipotético pecho y la cargamos hipócritamente. Al llegar a casa, la borramos del pensamiento, esperamos usarla nuevamente como un accesorio más. Por dentro, todos despreciamos a este país. Así lo vi, crecí con ese pensamiento, derrotado.


Hoy, perteneciendo simbólicamente a la clase media baja, al igual que la gran mayoría de los que habitamos esta tierra que nos duele aceptar, me había visto condenado a nacer, vivir y morir en esta pequeña región del mundo. No anhelo lograr mucho, estudiar si las condiciones que me determinan me lo permiten, sacar un cartón universitario que me dé más valor como fuerza de trabajo, como un consumista, como una mercancía más antes que verme como un humano; podría haber creído que es el sueño boliviano de esta clase, si es que acaso existiese uno:

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.

 

Este fragmento del poema “Tabaquería”, de Fernando Pessoa, hacía sentido en mi pensamiento pesimista. Pero pocas son las cosas que se mantienen estáticas en el universo; las cosas mutan, las ideas se transforman, las actitudes se mueven, yo cambio, nada es estático.


Es así que durante el año 2020, el año de la “catástrofe”, el mundo y mi país fueron puestos en pausa por un virus, una de las formas más básicas de vida que existe, si es que acaso está viva. Eso me mostró lo que realmente soy: un individuo asustado, encerrado en una cueva de cuatro paredes, viendo sombras imaginarias porque, en efecto, mi habitación no tiene ventanas por donde la luz me muestre algo real, obligado a aprender a vivir a solas conmigo mismo, aunque no vivo solo, habito aun con mis padres y hermanos, yo con 22 años: un arquetipo boliviano. Entonces entendí: “Nadie puede realizarse en soledad, somos individuos sociales y necesitamos de la otredad para crecer, mejorar, vivir”.


El transcurso del trágico año dejó en claro que el mundo se puso en pausa y, aun así, se movía. Mi país cambió, abrí los ojos, y entre toda creencia sobre un YO fuera del mundo, el pensamiento se transformó por la pantalla que tenía entre mis escuálidas manos.


El internet lo usaba como un medio para huir de la dura realidad, poco a poco se veía más como una cárcel de la que no podía escapar. Comprendí, después de varios meses, despertando a la una p.m. para almorzar y jugar en la computadora todo el día, hasta que el sueño y la depresión me mandaran a la cama nuevamente, que aquella cárcel móvil que presionaban mis escuálidas manos presenciaban algo más que un aparato inerte pero vivo. Una pantalla que iluminaba las noches de incertidumbre, que me conocía mejor que yo mismo, me ofreció, por un azar que no buscaba, la biblioteca de Alejandría contemporánea, infinita, con mucha más información que la real. El mundo tecnológico tardío que nos tocó me entregó —por un módico costo— todo el conocimiento generado en el mundo, en cada instante (debería ser un delito no usar el internet como se merece).


Como gente moderne, zentenial, navegando por los mares infinitos de internet, hallé la plataforma que me oye a cada momento para venderme productos a la que mi clase no puede acceder. Pero agradezco que brinda un espacio tan global a creadores de contenido, brillantes hombres y mujeres que, entre tanta basura digital, tomaron un espacio inmaculado en el basural “YouTube”, como un sueño utópico salido de los libros de ciencia ficción que nunca habríamos imaginado, juntando escritores y poetas, historiadores, críticos, filósofos y científicos del mundo entero en todos los idiomas. Ellos le dieron un nuevo rumbo a mi vida, y quiero creer que a la de muchos. Y comprendo que buscar un nuevo rumbo hoy no es nada fácil, el sistema nos vende la ilusión de que lo es, mientras nos escupe en la cara, exigiéndonos ser quienes no somos.

 
Una mañana del mismo catastrófico año, cuando decidí despertar al amanecer por alguna razón, el piloto automático biológico condenado a la rutina que le había impuesto tomó el teléfono, abrió el mundo de ensueños que había encontrado, y entre ojeras y ojos casi muertos, reprodujo un vídeo cualquiera, solo para no sentir la soledad. El vídeo que inició el cambio hablaba sobre la “filosofía de lo absurdo”, de Albert Camus, un existencialista, uno más entre los que después conocería. Lo vi en un canal del cual no recuerdo el nombre para agradecerle, pero que abordaba el asunto de una manera tan sencilla de entender. Divulgaba el pensamiento de aquel señor, el “mito de Sísifo”, un relato de la mitología griega que si no conocen, estaré gustoso de relatárselo de forma breve.


El rey Sísifo es un rey castigado por Zeus. Su castigo consiste en que carga una pesada roca a la cima de una colina. Sin embargo, en el momento de llegar a la cima, la roca irremediablemente volverá a caer hacia abajo y Sísifo deberá regresar por la roca y volverla a subir; la roca volverá a caer y así, por toda la eternidad.

 

El castigo representa lo inútil y sin sentido de su trabajo. Camus hace uso del relato para dar a notar lo igual de inútil, triste y sin sentido de la vida humana.


Tras escuchar esto pensé en mí. Dormir, comer, jugar, repetir, dormir, comer, jugar y repetir la secuencia. Sin ser rey de nada, soy Sísifo, castigado por mí mismo. “Qué tragedia la condición humana”, pensé.

Siete de la mañana.

Sumergido un día más en el victimismo juvenil al que denominamos “crisis existencial”, entre la oscuridad de mi habitación, penetró un rayo de luz por una grieta de la puerta; el perro ladraba y el timbre que sonaba destrozaba el abrumador silencio; nadie respondía. Obligado a ponerme de pie, el asombro de mi madre al verme vivo no se dejó ignorar: “¡Qué milagro!”, dijo.


Molesto de sentirme cansado de no hacer nada, me pasé aquel día pensando en lo que había escuchado, derrumbado a mis 22 años, con un futuro incierto, sin esperanza, condenado a un sistema que me forma para esclavizarme, consciente de que yo, y sólo yo, tenía la razón de todo. Opiné sin leer, critiqué sin saber, vendé mi pensamiento, lo enaltecí, me veía un intelectual sin serlo, sin comparación, erudito de la vida sin vivirla. Había hecho de mí lo que no sabía, y y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.


Volví a mi habitación, escuché más de Camus y por un par de semanas vi mi vida entera, que no es mucha, reflejada en su pensamiento, aunque así no fuera. Pasé de un sesgo a otro. Encontré a Nietzsche, Nitche, Nizche o como mejor se pronuncie; no lo entendí, pero me gustaba; leía frases compartidas en “memes”, repetía ideas que hablaban sobre él sin comprenderlas, yo, un pseudointelectual. Citaba autores sin leerlos, bastaba con un video, imágenes; comenzaba a entender poco a poco que, entre la infinita información, existía el conocimiento, bien argumentado crítico y con sentido, pero coexistía un otro conocimiento que se asemeja más a un vómito mal digerido de una fiesta que te cae en el calzado. Pero no podía criticarlo, era un joven, soy un joven, de eso se trataba..., y cambié, mi pensamiento no es estático. Mientras más me sumergía en el mundo que me daba internet, después de aquella mañana, me preguntaba: ¿por qué no veo creadores de contenido intelectual, críticos de mi país?, ¿no tenemos?, ¿la creatividad boliviana se reduce a realizar chistes estúpidos de la vida militar, misóginos, borracheras o solo denigrar al campesino imitando su forma de hablar?

 

Odio a mi país, nunca hacemos nada bien. Sáquenme de aquí.


Un día más tarde, después de verme interesado por tantos temas (filosofía, psicología, historia, política, literatura y poesía), buscaba entender a mi país y cómo funcionaba, su historia, sus intelectuales y pensadores; quería mirar a aquellos autores que me obligaban a estudiar en la escuela, pero que nunca leía; quería escuchar poesía, entender las almas atormentadas, amorosas que expresaban en versos toda su experiencia, pero aún más importante, ver el arte de las obras de bolivianas y bolivianos.


Lamentablemente,  poco o nada de todo este conocimiento boliviano se encontraba en mi plataforma visual, no lo podía creer y pude quedarme adormecido, conformarme con lo que tenía; sabía que nunca acabaría, pero no. Tomé mis piernas, toqué el suelo y me asomé a la calle al igual que un perro temeroso del violento mundo. Salí a la feria 16 de Julio, donde todo se encuentra y todo se halla; busqué libros usados y baratos; chocaba gente sin poder evitarlo. Esto lo entenderá todo aquel que ha ido a esa feria por lo menos una vez a comprar el barato contrabando de ropa usada que yo visto. Mientras eludía a la gente, recordé y pensé: “¿Si compraría los mismos libros que hace años incrédulamente deseché?, si, antes, mucho antes, no le daba el valor ni el respeto que se merece un libro; fui un adolescente que buscaba diversión, no leer. Continuando con lo que pensaba, ¿alguna persona rescató aquellos libros para vendérmelos nuevamente?, ¿me los estaré autocomprando? No debí tirarlos.


Encontré un par sobre historia de Bolivia y poesía boliviana. Sentí de inmediato que no llamaban la atención, desde el pensamiento pesimista sobre la capacidad boliviana que tenía entonces; aun así, los llevé a casa conmigo. Todo cambió al leerlos. Encontré en ellos textos igual o mejores a los extranjeros que idolatraba, conocimiento de gente brillante que le dedicó una parte de su vida a describir una vasta historia en unos cuantos párrafos que no alcanzan.

 

Mi pensamiento no es estático, y cambió más aún cuando decidí tomar una nueva carrera: Sociología, que merece su propia historia y en algún momento quizá sea escrita o solo será una anécdota más entre muchas, si filosofía o literatura no me seducen antes. Y le agradezco a dicha Carrera. A través de ella conocí a algunos de estos pensadores e intelectuales, muchos ya muertos, pero que trascendieron la misma muerte con sus textos; otros, vivos, algunos que son docentes míos, quienes, más allá de hacer su trabajo, invierten su vida en un pensamiento nuevo, una mirada más de apoyo al progreso humano, pues su pensamiento tampoco es inalterable; estamos en constante transformación. No somos seres individuales, somos una comunidad y sí, solo así podemos realizarnos y mejorarnos. Nadie está quieto, el fin de la humanidad es servir a la humanidad misma, cualquier otra idea pierde valor. Ya decía Beethoven, que el punto de estar vivos es acercarnos tanto como podamos a la  divinidad y luego esparcir esa energía entre todos los seres de la humanidad.


Mi pensamiento mutó. Vi mi país con amor, cariño, respeto por sus grandes obras y repudio por sus peores errores; así, el sentimiento nacionalista que me provocaba un extranjero fue efímero, no lo necesitaba; reconocí el mío, mucho más real, más grande, capaz de transformar corazones. Aquella gigantesca idea que había trascendido de Almaraz parecía desvanecerse mientras más leía, pues me sentía aun como clase baja, dueño de un país pequeño, como muestran los arbitrarios mapas de las grandes potencias ante el mundo,  pero enorme, vasto en la realidad; me enamoré de mi país. Hallé a Augusto Céspedes que, en Sangre de mestizos, me hizo comprender aquel sentimiento nacionalista que se había engendrado lastimosamente con la sangre, en la canicular tierra del Chaco, en una guerra inspirada por el poder de hombres tontos (“El pozo”, “Seis muertos…” y “El milagro”). Me hablaban sobre la dura vida del soldado boliviano en la guerra, me hizo empatizar con mi abuela de 86 años al verla llorar recordando a su padre antes de su muerte, un veterano más de aquel trágico momento. Un libro tan sencillo pero capaz de generar nudos en la garganta una sensación en el pecho y desgarrar corazones. O como describe Zavaleta, en 50 años de historia, “El amor, el poder, la guerra. En eso consiste la verdad de la vida. Pues bien, fue en el Chaco, lugar sin vida, donde Bolivia fue a preguntar en qué consistía su vida (…). Es como si solamente allá, la historia hubiese perdido su propia rutina y no hay duda de que entonces, sólo entonces, aprendieron los bolivianos que el poder es algo por lo que se debe matar y morir”.


A diferencia de todo material que veía en Internet sobre el mundo, podía ver mi mundo, mi tierra, y experimentarla de manera consciente; sentir las realidades desde los hechos relatados;  ver a mi gente, conversar con ellos, con mi familia, amigos, desconocidos…; Y si bien no logre, en el futuro, ser un intelectual que promueva la gran revolución o genere el gran cambio que necesitamos, me encargaré de que estas ideas que me han ayudado puedan llegar a otros que, como yo, en su momento, no hallan un propósito en su vida. Solo así podemos movernos. Al menos esto sueño y pienso ahora, y no sé qué pensaré ni soñaré después, pues “morirá el pensamiento que no nazca del sueño”, decía un viejo poeta.

 

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

 

 

Publicado el 19 de noviembre de 2021

 

 

 

[1] Esta crónica fue presentada el año 2021 para la materia Sociología Boliviana I, dirigida por el docente Mario Murillo Aliaga, en la carrera de Sociología de la Universidad Mayor de San Andrés.

[2] Estudiante de la carrera de Sociología.  E-mail: cbasqsp@gmail.com