Tamara Morales Palacios - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

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En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

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Democracia es habitar la calle sin miedo[1]

Tamara Morales Palacios[2]

 

 

Ese domingo nos despertaron los petardos a las seis de la mañana. Los distintos sindicatos y juntas de la zona llamaban de esta manera a sus reuniones desde temprano. Para ese entonces, y después de semanas de conflictos, marchas, gasificaciones, petardazos, cacerolazos, etc., era ya casi cotidiano el ruido de la crisis. Sin embargo, ese día mucho cambiaría; en retrospectiva, esos petardos nos lo hicieron saber.

Tal vez sea necesario contextualizar. Vivo en Chasquipampa, una zona por demás particular y diversa que vi crecer y cambiar durante los últimos 11 años, desde que me mudé a la casa que mis padres acababan de comprar. Era el sueño de muchos: “Tener una casa propia, aunque sea en la punta del cerro”, diría mi mamá. Solo mi cuadra podría ser un claro ejemplo de lo abigarrado del país (Zavaleta, 1998) y de nuestras vidas cotidianas: nueve familias de vecinos de clases sociales, posturas políticas e historias distintas; tres casas grandes, tres casas pequeñas y tres terrenos en los que viven tres familias de cuidadores, la mayoría migrantes del campo. A la altura de la 61 de Chasquipampa, todo parece muy tranquilo y lo fue, en cierta medida hasta, ese día.

Por 11 años pude conocer a todos mis vecinos y a sus mascotas, a las que quiero como si fueran mías. Conocí a la señora Rosa, una adulta mayor de muy escasos recursos y cuidadora de un terreno, quien hace un par de años encontró una vaca perdida por la zona y decidió cuidarla. Fueron varias las oportunidades en las que llevé verduras para su vaquita y nos sentamos a charlar. Me contaba de otras vidas, de las siembras de papa y habas y del sentir del viento y del frío cuando trabajaba la tierra; son experiencias que probablemente no entiendo —desde mi vivencia clase mediera y citadina—, pero que de alguna manera percibo y recuerdo al verla pasar por nuestra calle todos los días. En fin, mi cuadra, considero, es una pequeña muestra de cómo es la zona en general, un espacio diverso y tal vez –abusando del término de Zavaleta– abigarrado.

La vida en mi barrio durante los nueve años anteriores al conflicto político de 2019 fue en su mayoría muy tranquila y bastante amigable. Sin embargo, la crisis que se vivía por semanas en el país nos encontró ese domingo y nos arrastró con ella. Esa mañana, la imagen de un avión despegando con destino al Chapare se repetía en televisión, casi como un vistazo al pasado, a esa imagen que se repetía en 2003 y que terminó grabada en mi memoria de niña. Horas más tarde, Evo Morales daba un discurso que después se convertiría en renuncia. Yo estaba haciendo compras con mi hijo en un supermercado en Calacoto cuando mi mamá me llamó para darme la noticia. Al salir, me topé con bocinazos, gritos y festejos: “¿Evo de nuevo?, ¡huevo carajo!”. Recuerdo sentir un alivio: “Lo logramos”, pensé, con la ingenua ilusión de que ese hecho representaría un cambio positivo para el país. Después de presenciar por unos minutos la alegría y el festejo victoriosos en las calles de Calacoto, regresamos a casa en un taxi. Al llegar, no era difícil notar en mi zona un panorama distinto, silencioso y vacío.

Alrededor de las siete de la tarde, el ruido y la crisis empezaron de nuevo: se escucharon petardos y gritos. Más por curiosidad que por necesidad, salí por pan; las tiendas estaban cerradas y en la avenida se escuchaban gritos. “¡Salgan vecinos, es hora!”. Vi a varios salir de sus casas con palos y maderas, algunos se referían a Camacho y a los cambas. Volví a casa y un par de horas después el ruido se hizo insoportable: nos vimos invadidos por petardos, silbidos y gritos. Los noticieros informaban sobre la quema de los Pumakataris en Chasquipampa, nosotros podíamos oírla a lo lejos en forma de estruendos. Esos estruendos —después lo entendimos— eran las llantas que explotaban por el fuego. En ese momento, el ruido se transformó en miedo.

El miedo era casi un ruido blanco constante que empezó a crecer en mí y que permaneció por días. Eran ya las diez de la noche y mi papá, que estaba de turno en su trabajo ese fin de semana, no podía retornar a casa por todo el caos del momento. Las llamadas insistentes, los miles de mensajes y cadenas en WhatsApp, las fotos de los destrozos en Facebook, el humo y los estruendos crearon una atmósfera de incertidumbre de la que nadie podía escapar. Luego, retornó la calma.

Pero el silencio que por unas horas se recuperó en mi zona se vio perturbado a la una de la madrugada del día siguiente por gritos y silbidos. Desde mi ventana, pude observar un grupo de hombres y mujeres entrando a la casa de la periodista Casimira Lema, que está ubicada a un par de cuadras de la mía. Estas personas ingresaron violentamente, rompieron las ventanas y sustrajeron muebles y la cocina, entre lo que pude divisar; en medio de ese caos, se escuchaban gritos y golpes. Unos minutos después, la alarma vecinal resonó en la manzana, así que el grupo se fue. Poco después, nos enteramos de que fue una vecina cercana, de bajos recursos económicos, quien alertó a los vecinos para que activaran la alarma y quien, de alguna manera, evitó que incendiaran la casa. Una vez apagada la alarma, sólo habitaban en mi barrio el silencio y, ahora, el insomnio.

A la mañana siguiente, alrededor de las 11, mi papá todavía buscaba maneras de regresar a casa. Para entonces, grupos de personas quemaban el retén policial de Chasquipampa y bloqueaban las calles para evitar el ingreso de policías a la zona. A las cuatro de la tarde de ese lunes, mi papá llegó caminando a la casa; asustado, agotado y con su credencial de periodista oculta en un zapato.

Pasaron las horas y el miedo se transformó en rabia. Los discursos que en general se escuchaban en los medios sobre mis vecinos, sobre las personas que tal vez no conozco, pero con quienes convivo cotidianamente en el minibús, en la calle, en el mercado, etc., los calificaban como “unos salvajes”. Mis vecinos se habían convertido en el Otro, en el enemigo, e incluso en un momento llegué a escuchar que mis papás decían: “Estamos rodeados”.

La noche del lunes retornó el ruido, regresaron los petardos, los silbidos y volvió a sonar la alarma del barrio. Se organizaron barricadas en distintas calles de la zona y la manzana, todo con el fin de “defendernos” de aquellos que habían causado desastres y terror durante la noche anterior. A la vuelta de la casa, se había instalado una barricada a la que fui por un par de horas. Al llegar al lugar, me encontré con un grupo muy diverso —lo único común entre ellos era el miedo—: un par de mujeres de pollera, dos señores mayores, el hijo del militar que vive en la esquina, al que reconocí, y un par de jóvenes más. Todos rodeábamos la pequeña fogata cuando empezó la charla: una de las señoras me dijo: “Hay que salir nomás para cuidar a nuestras wawas, para defendernos, pues”, a lo que le respondí que sí. Un señor comentó: “Nuestras cosas también, yo ya he guardado mi minibús”. “Dice que están viniendo los policías a destrozar las casas”, añadió la otra señora. “Los cambas están enojados por los pumas y quieren venir a vengarse”, dijo, por último, el otro señor.  En ese instante, el hijo del militar me miró, tal vez con miedo o con la misma sorpresa que yo tenía en ese momento y guardó silencio. La charla terminó pronto y nos quedamos esperando al Otro, que esta vez eran muchos más: el “salvaje”, el “camba”, el “pitita” o el “masista”. Ninguno llegó, tal vez porque estábamos lado a lado o tal vez porque el Otro no existía en realidad.

Al día siguiente, la noticia de que militares salieron a las calles traía cierto silencio bizarro. Resonaron sirenas y aviones militares durante días. Carros militares entraron a Chasquipampa y en los grupos de WhatsApp corría la noticia de que habían caído dos personas por la zona; el miedo solo crecía. Mi madre, quien en 2003 se había dedicado a entrevistar a heridos del conflicto en El Alto, nos recomendaba alejarnos de las ventanas en caso de que hubiese balas perdidas, incluso cuando la probabilidad de que eso pasara era mínima, ya que estábamos a varias cuadras de la avenida principal por donde pasaba todo el supuesto conflicto. A pesar de nuestra relativa distancia con los hechos violentos, el miedo persistía y la ansiedad también. Nos rodeaban las historias, las noticias, las cadenas de WhatsApp, las llamadas de familiares asustados, los rumores de posibles ataques y los discursos de odio.

Después de tres días de encierro en casa, decidí –debido a que mi hijo estaba muy afectado emocionalmente– salir de casa, “escapar” por una breve temporada de mi zona y alojarme con unos familiares. Alisté una mochila, el peluche preferido de mi hijo y partimos por la mañana. No había movilidades, así que caminamos, mientras contemplábamos en el camino a un barrio nuevo. Las calles estaban tapizadas de piedras, de palos y de cenizas de las barricadas; los basureros habían sido quemados y un listón negro en la calle 60 nos anunciaba que todo había cambiado. Seguimos bajando en medio de un silencioso y vacío caos. En la calle 50, una camioneta policial completamente quemada hacía las veces de símbolo de resistencia e impedía el paso. Ya en la calle 44, abordamos un trufi que nos trasladó a San Miguel. En el camino, los vidrios rotos en casas, edificios y negocios nos recordaban el miedo y el ruido de ese domingo.

Llegamos al departamento de unos familiares que está situado en la avenida 6 de agosto, donde nos instalamos temporalmente. Allí, el panorama era distinto y las noches tranquilas. Ya, a cierta distancia, pude separarme del ruido y también, un poco, del miedo. A esa distancia pude, también, encontrarme con mis certezas y con mis dudas. Semanas atrás, la democracia era objeto de discusión constante, en las urnas, en las calles, esa democracia que todos creemos entender y defender, pero que no sabemos vivir. En medio de los discursos binarios, los discursos racistas y los discursos de odio, me preguntaba cómo estaban doña Eva y su vaquita; recordaba a los vecinos con palos y con miedo en la barricada, recordaba al supuesto Otro. Me preguntaba cómo regresar a casa. Fue sencillo pensar en el conflicto desde lo binario, pensarlo desde la lógica de la nación y la anti nación (Montenegro, 1994); pero habría que preguntarse: ¿qué es la nación en un país diverso? Seguramente ambos “bandos” podrían pensar que el suyo es la nación y, en consecuencia, el Otro la anti nación; pero ¿no sería este un problema de simple perspectiva?

Podemos pensar en las dos Bolivias de Reinaga (2010), separarnos casi esencialmente entre indios y q’aras; y a raíz de ello concluir, como solemos escuchar en los discursos de odio, que uno es, por “naturaleza”, mejor que el otro; y eso, una vez más, tendría que ver con perspectivas desde “bandos” distintos. Podríamos pensar que un gobierno o un representante, Morales o Añez, significan la victoria de una de las dos Bolivias sobre la otra; casi como un pensamiento mágico en el que uno representaría un país anti racista y anticolonialista y el otro representaría un país “sin indios”. Pero cuando ni uno ni el otro son ciertos, tal vez solo nos queda volver al cotidiano abigarrado y diverso, donde se expresan nuestras diferencias, nuestras luchas, nuestras historias y nuestros encuentros.

Como a mí, que, luego de estos sucesos terribles, solo me quedaba regresar y ver cómo mi barrio volvía poco a poco a la cotidianeidad y a la calma; regresar al encuentro con mis vecinos, con la señora Rosa para compartir con ella un saludo y una sonrisa; regresar a casa sin bando, decidida a apaciguar el ruido que se había quedado conmigo, decidida a no tener miedo o por lo menos a no dejar que éste se convierta en odio. Al fin, solo quedaba regresar a Chasquipampa y habitar sus calles sin miedo.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Montenegro, Carlos (1994). Nacionalismo y coloniaje, su expresión histórica en la prensa de Bolivia, 4.ª ed. La Paz: Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.

Reinaga, Fausto (2010). La revolución india. La Paz: Minka.

Zavaleta, René (1998). 50 años de historia, 1.ª ed. La Paz: Los Amigos del Libro.

 

 

Publicado el 5 de noviembre de 2021

 

[1] Esta crónica fue presentada el año 2021 para la materia Sociología Boliviana I, dirigida por el docente Mario Murillo Aliaga, en la carrera de Sociología de la Universidad Mayor de San Andrés.

[2] Estudiante de la carrera de Sociología.  E-mail: tamy.vmp@gmail.com