Sofía Carriquiriborde Ichaso - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

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En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

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¿QUIERES SER RICA O POBRE?[1]

Sofía Carriquiriborde Ichaso[2]

 

Para entender cómo llegamos a esa pregunta —diría retórica porque sé que mi interlocutora no esperaba una respuesta de mi parte—, tenemos que ver las cosas desde el principio.

 

Siempre me han llamado la atención los colegios privados en el país, en especial los ‘‘internacionales’’. Los colegios de convenio fueron creados como una forma de cooperación, particularmente en el ámbito de la educación, de parte de países ‘’más desarrollados’’ a países con dificultades económicas. Sin embargo, en algún momento de su historia reciente, se transformaron en un símbolo de estatus social por sus exorbitantes pensiones, a las que solo algunos privilegiados pueden acceder.

 

Si hay una palabra ligada a estos colegios es el sacrificio, el sacrificio de los padres por pagar las pensiones mes a mes para mantener a sus hijos en el colegio, el sacrificio de los hijos por cumplir con las responsabilidades que se apilan una a una, hasta ahogarlos en tareas, y hacer frente a las expectativas para alcanzar el ‘‘nivel’’ que se espera de ellos. Muchas veces este sacrificio llega a parecer sin sentido, por los niveles de estrés que genera en ambas partes, pero se realiza con la esperanza de las oportunidades que vendrán después. Los colegios internacionales son una apuesta al futuro, la manera en que los padres intentan asegurar el bienestar de sus hijos; bienestar significa para ellos ponerlos en estos pedazos de tierra ajenos a cualquier geografía donde serán bien preparados y estarán seguros.

 

Entonces, dentro de esa burbuja perdida en el tiempo y en el espacio, crecimos y aprendimos. Aprendimos el lenguaje, la historia, la geografía, la literatura, la formación del pensamiento y de las instituciones políticas de otro país. Nos preparamos como cualquier otro joven de esos países, excepto que no somos alemanes, franceses o estadounidenses. Somos bolivianos y transitamos cada día por las calles de una ciudad sobre la cual no sabemos nada. A largo plazo, nos separamos de lo que vemos y nos refugiamos en ese país del que tanto sabíamos sin conocer.

 

El problema es que, por más de que lo intentemos con todas nuestras fuerzas, nunca podemos separarnos del lugar del que venimos; siempre vamos a tener una nacionalidad tatuada en la frente o en el carnet de identidad. Me di cuenta de eso cuando finalmente conocí Francia, el país al que, sin saberlo conscientemente, me estaba adaptando. Recuerdo, unas semanas después de que comenzara el intercambio que estábamos haciendo con alumnos franceses, conversar con mi profesora sobre lo raro que me parecía que todos estuviesen tan impresionados de que habláramos el idioma tan bien, como si esperaran que fuéramos incapaces de comunicarnos. Si, con suerte, sabían dónde se localizaba Bolivia, nos preguntaban si teníamos autos o si nos transportábamos en llamas; si conocíamos los tomates, las pizzas o los sándwiches. También nos preguntaban sobre la historia de Bolivia, la geografía de Bolivia, la política de Bolivia y nuestras respuestas quedaban siempre cortas: podíamos explicarles lo que ellos querían explicarnos sobre Francia, pero no podíamos responderles cuando nos preguntaban sobre nuestro país.

 

Era como si fuéramos extraterrestres que llegaban a invadir su espacio; y, por mucho que hubiéramos intentado parecernos a ellos, ser como ellos, nunca lo lograríamos. No podíamos quitarnos a Bolivia de encima, por mucho que quisiéramos y nadie nos había avisado que no les importaba lo mucho que supiéramos sobre ellos… las preguntas iban siempre dirigidas al lugar de donde proveníamos.

 

Después de ese viaje empecé a cuestionarme muchas cosas, sobre el ambiente en el que vivíamos aquí y cuánto procurábamos imitarlos. Finalmente, pensé en cómo había aprendido a asimilarme a ellos y a poner de lado de dónde venía. Tengo muy claro el recuerdo de un día de clases en el colegio, cuando la profesora de matemáticas nos anunció que había fallecido un hombre político importante para la historia de Francia y que entonces, bajo instrucciones del Ministerio de Educación francés, debíamos guardar un minuto de silencio. Ninguno de nosotros sabía quién era ni qué había hecho, y cuando uno de mis compañeros le dijo que no le parecía correcto imponernos el minuto de silencio por alguien totalmente ajeno a nosotros, la profesora simplemente respondió: “Ahora comienza el minuto”. Ese recuerdo se queda siempre conmigo, porque demostró que no somos más que una extensión de ellos, y que nuestro papel es repetir lo que se diga en la “metrópolis”, más allá de quiénes seamos, dónde estemos y qué pensemos al respecto. El cuestionamiento no se escucha, se escucha lo que va acorde con lo que han enseñado.

 

Todas estas pequeñas experiencias me llevaron a hacerme preguntas sobre todo lo que había asimilado como algo definitivo, sobre lo que debía ser y hacer, cómo y dónde. De cierta manera, se había creado en mí un vacío en mi identidad. ¿Quién soy? Soy boliviana. No sé nada sobre Bolivia. He vivido en automático toda mi vida, sin interesarme en lo que estaba pasando a mi alrededor. Tuve que pensar en mi país por primera vez. Pensar verdaderamente, intentando discernir qué podía ver realmente y qué me habían enseñado a ver en él. Las visiones que hay sobre el país a menudo son muy negativas: es un país donde no hay dónde crecer, sin oportunidades; un país pobre, ignorante y mediocre por culpa de un gran Estado corrupto que nos limita al no darnos salud ni educación; una fuerza suprema que está impidiendo nuestra grandeza. Los extranjeros se sorprenden a menudo por nuestra inseguridad, por todos los estereotipos y concepciones con las que cargamos.

 

Sergio Almaraz (1988) se refiere, en su libro Réquiem para una República, al divorcio psicológico de las élites y cómo, a pesar de su deseo de querer un país moderno, sus propias acciones no permitían la modernización del país. “La oligarquía, después de 1850, inició su divorcio psicológico alentado por el contacto con Europa que introdujo elementos ideológicos y culturales que acentuaron la separación. En el fondo se sentían ofendidos por el país’’ (pp. 7-8). Creo que es un impulso natural el querer separarnos de los demás cuando percibimos a la colectividad como algo negativo. ‘’Sí, los bolivianos son borrachos, pero yo soy alguien ‘bien”. “Sí, los bolivianos son flojos, pero yo trabajo mucho”. “Sí, los bolivianos son mediocres, pero yo tengo ganas de aprender’’. Al final, este sentimiento de ‘‘ser diferente’’ de los demás lleva a las personas a migrar sin mirar atrás; mientras yo esté bien, qué importa el resto. Sálvese quién pueda. Cuando pienso en las migraciones de Bolivia al resto del mundo pienso en eso: sé que todavía es un país que en muchos casos no puede asegurarle el bienestar a su población y que mucha gente se ve obligada a migrar sin mirar atrás para garantizar la supervivencia de sus familias. También entiendo (y comparto) ese profundo deseo de conocer el mundo. Lo que me llama la atención son los que migran teniendo las condiciones dignas para vivir aquí, convencidos de que deben huir del país.

 

A una parte de la élite se le crea una necesidad —en especial a los jóvenes— de dejar al país. Cualquier cosa es mejor que nuestro país; siempre hemos tenido admiración inmediata por cualquier persona que viniera del exterior. ‘’Huir de Latinoamérica’’ se ha vuelto un chiste en el que yo incluso participo. ¿De qué estamos huyendo? ¿De la impotencia que sentimos al no poder cambiar la fealdad de la realidad en la que vivimos? ¿Huimos de algo que no queremos ver? ¿Huimos de nosotros mismos, de ese profundo odio que sentimos por quienes somos? Puede ser que estemos huyendo de situaciones a las que, sin pensarlo, estamos contribuyendo.

 

Tenemos el odio tan encarnado por verlo día a día en las noticias, en las redes sociales, por escucharlo en nuestros trabajos, en el almuerzo familiar, en la tienda. ‘’Todo es desgracia en este país, daría lo que sea por irme a otro lugar’’. ¿Irse a dónde? Si somos tan malos como creemos, ¿dónde nos querrán? Si somos tan mediocres como decimos, ¿para qué nos darían un espacio en su economía? No quiero sonar pesimista, pero desde el momento en que asociamos lo propio con lo malo, tendríamos que abandonar cualquier esperanza de que algo nos espere más allá. Si fuéramos solamente corrupción, mediocridad y flojera no tendríamos por qué creer que alguien nos querría en su país.

 

Hay algo de ironía en todo esto, porque lo que nos hace apreciar lo que tenemos es alejarnos de él o perderlo. Intentamos demostrar la belleza de Bolivia cuando alguien más nos dice que es fea, que es pobre. Entre nosotros, que la vivimos todos los días, la criticamos siempre. Cuando salimos y un extranjero se atreve a hablar mal, salta nuestro espíritu nacional. ‘’Mi hermosa Bolivia, los paisajes más hermosos, la comida más rica, la gente más buena’’. Almaraz (1988), en la última nota de autor del libro que ya mencionamos, describe la alienación como ‘’humildad con los yanquis, arrogancia con los bolivianos’’ (p. 148). Es triste pensar que, cincuenta años más tarde, la manera de vernos no haya cambiado y que su definición siga siendo tan rescatable en la realidad boliviana.

 

Creo que ahora podría explicar la interrogante del principio de este ensayo y por qué me parece que encapsula tan bien toda esta problemática. Un día, en el colegio, hablando sobre estudiar en Francia o en Bolivia, la directora me preguntó: “¿Quieres ser rica o pobre?’’. Se rio un poco después, y añadió: ‘’Pero es verdad, debes considerarlo’’. Elegí quedarme en silencio, no responder a la ‘’broma’’ y más bien pensar. Pensar en qué significa la riqueza para mí, y también la pobreza; si aceptamos que Bolivia es únicamente pobreza, nunca vamos a estar satisfechos con lo que tenemos y con lo que somos. No quiero creer que Bolivia sea sinónimo de pobreza, una pobreza inherente e incurable, a la que debemos esquivar y dejar atrás. Muchas personas viven en condiciones terribles en nuestro país, es algo indudable; nuestra actitud no debería ser evitar esta realidad sino entender que existe y trabajar para mejorar las condiciones de todos. No elegimos de dónde venimos, pero quiero creer que podemos elegir hacia dónde vamos. No elegimos nuestro hogar, nuestra familia, nuestro país; sin embargo, podemos elegir respetarlos, sentirnos bien en este y con ellos. No quiero vivir en una constante pelea en la que odio todo lo que soy. Elegir cambiar para mejorar, no solo para mí sino también para los demás. Creer en las personas, en su potencial, y en su amor por la vida.

 

El último año he tenido que reflexionar mucho sobre todo esto, pensando en mi futuro, en las oportunidades que me habían dado y las que deseaba darme a mí misma. Nunca me había dado la oportunidad de disfrutar el país del que vengo. De perderme en su caos y de descubrir con gusto que, dentro de este, las personas trabajan todos los días para encontrar orden dentro de él. Un trabajo duro, una realidad muy difícil, pero absolutamente fascinante, en la que cada día comprendo algo. Por bastante tiempo me había sentido atrapada en un lugar en el que, a pesar de haber conocido mucho sobre el mundo, sólo me creaba preguntas sobre mí misma. Preguntas sobre ‘de dónde vengo’ y ‘a dónde voy’ que no me podía ayudar a responder. Y ese lugar me había trazado un camino que tenía que seguir para no decepcionar a los que me rodean: un camino lejos de casa.

 

‘’Si eres tan buena, ¿por qué no quieres irte? Deberías querer irte más que nada en el mundo. ¿Qué puede darte este país que no pueda darte otro? No lo entiendo’’. Y verdaderamente no lo entienden, porque se les ha enseñado tanto a odiar a este país y a querer escapar de él que cualquier motivo que les dé será menor, será incoherente. ‘’No tengas miedo —te dicen—, todo va a pasar. Irse es lo mejor’’.

 

¿Y qué es lo mejor? ¿Cómo definimos lo mejor para todos? ¿Lo mejor es correr por un título universitario de cualquier universidad de Europa por el hecho de que es Europa, y asegurarme ‘’de no ser pobre’’? ¿No podría ser quedarse en casa lo mejor para mí? ¿Por qué elegir La Paz debería significar el fracaso? No creo que elegir buscarse a uno mismo sea fracasar. Buscar el lugar donde me sienta en casa no debería ser una pérdida.

 

Son muchas preguntas, respondí a algunas por mí misma en los últimos meses, con todo el miedo del mundo, esperando no equivocarme. Mis respuestas no tienen por qué ser las mismas que las tuyas, creo que no hay respuestas únicas para nada en la vida, y fue justamente por eso que tuve que dejarme sentir todo lo que sentía, y hacerle caso a mi intuición. Si hay algo que tuve que aprender es que el miedo nunca te deja, incluso cuando sientes que las decisiones son correctas. Las ideas crecen contigo, y están tan incrustadas en el fondo del corazón que cuando te han convencido de que algo es fracasar, tomar la decisión que te lleva hacia el supuesto fracaso es como pegarte un tiro en la pierna. No sé si alguna vez vuelva a caminar con convicción, espero eventualmente saber si mi decisión fue la correcta.

 

Irse puede ser la respuesta obvia y correcta para muchos; no para mí, no ahora.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Almaraz Paz, Sergio (1988). Réquiem para una República (cuarta edición). La Paz: Los amigos del Libro.

 

 

Publicado el 12 de noviembre de 2021

 

[1] Esta crónica fue presentada el año 2021 para la materia Sociología Boliviana I, dirigida por el docente Mario Murillo Aliaga, en la carrera de Sociología de la Universidad Mayor de San Andrés.

[2] Estudiante de la carrera de Sociología.  E-mail: sofiacarriquiriborde@gmail.com