Miguel Andrés Luque Aruquipa - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”
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En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.
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REGRESAR: LA PEOR DECISIÓN[1]
Miguel Andrés Luque Aruquipa[2]
El año 2016 fue un año muy representativo para mí, dado que, después de 12 años, al fin sentía cosechar uno de los “logros” más importantes en mi vida: ser bachiller. Flores, regalos y comida por doquier, ese era el ambiente de una celebración para más de cien jóvenes y señoritas graduados. Los protagonistas, para semejante evento, vestían sus mejores looks; desde peinados excéntricos hasta vestidos —de chicas y chicos— bien pulidos y limpios. Entre ellos estaba yo. Quizá no era la estrella del acto, pero me sentía el protagonista de mi familia. Recuerdo que, a diferencia de otros compañeros, yo experimentaba una mezcla rara de nervios y felicidad porque me estaba graduando de —según mis padres— uno de los mejores colegios de La Paz.
Acabado el evento, y con mixtura en el cabello, regresaba a mi casa contento y satisfecho. Sin embargo, días después, la incertidumbre se apoderaba de mi ser. Tenía muchas preguntas: ¿trabajo o estudio? Si estudio, ¿qué estudio? Si trabajo —aunque mis padres no lo aceptarían—, ¿en dónde trabajo? La verdad, no sabía qué hacer. Mientras lo descubría, decidí entrar a un curso de computación, a nivel técnico medio, que duraba dos años; de esa manera tendría el tiempo suficiente para pensar en mi futuro. Ya en el segundo año, como toda carrera técnica, nos pidieron que hagamos pasantías en cualquier institución o empresa para demostrar lo que habíamos aprendido. La verdad no sabía a dónde ir, ya que, por un lado, no conocía ningún lugar y, por otro lado, no me sentía totalmente preparado para “trabajar”.
Estuve algunos días pensando en la institución a la que me dirigiría para cumplir ese requisito porque, de lo contrario, no podría obtener mi título. Les preguntaba a mis compañeros si ya habían encontrado algún lugar, pero solo algunos lo habían conseguido; los demás estaban en mi misma situación. En determinado momento, nuestro docente nos aconsejó que también podríamos realizar nuestras pasantías en colegios. Fue en ese momento cuando me ocurrió regresar a mi colegio y, como el tiempo ya estaba sobre mí, me animé a hacerlo. Ésa fue, quizá, una de las pocas decisiones de las que me arrepiento.
Al volver allí, sentía una nostalgia barata, puesto que no había pasado mucho tiempo —solo dos años— desde la última vez que había estado en mi colegio. Debo admitir que regresar no fue la mejor decisión que tuve porque ya no era el estudiante que debía someterse a los regentes que vendían su módica “disciplina”, de la que hablaré más adelante. En ese momento, ya era un “administrativo” —en realidad trabajé como auxiliar de Secretaría; gracioso, ¿no?–, por lo cual nadie me llamaría la atención por cómo vestía o por cómo me peinaba. Al retornar a mi vieja casa de formación, entendí porqué la educación en este país, a nivel primario y secundario, es tan mala; sencillamente porque está administrada e integrada por miembros que en lo último que piensan es en la educación. Corrupción, hipocresías, mentiras, injusticias e irresponsabilidad, esos son solo algunos síntomas de un sistema tan desgastado y corrompido al que algunos decidieron llamar “educación”. Por ello, en este trabajo, me permitiré contar cómo fue mi experiencia en la administración de un colegio, del cual, literalmente, salí corriendo. Para un mejor entendimiento, esta crónica la dividí en dos grupos sociales: los “profesores” y el secretario.
Por una parte, la mayoría de los “profesores” de ese colegio son la viva demostración de la irresponsabilidad, la mentira y la injusticia; en otras palabras, tratan de enseñar lo que ni ellos conocen. Era junio del 2018, el segundo bimestre se estaba acabando, las vacaciones escolares se acercaban y los profesores, al igual que los estudiantes con sus tareas finales, debían entregar las notas de sus alumnos. En ese momento pude evidenciar todos estos acontecimientos. Recuerdo que el secretario con quien yo trabajaba —mi “jefe”— había fijado una fecha específica para la entrega de notas, ya que, luego de esa entrega, nuestro trabajo consistía en organizar y computarizar esos datos en la página web del Ministerio de Educación. Sin embargo, del total de maestros, tan solo unos cuantos cumplieron.
Esa situación me llevó a rememorar un día en el que yo, como estudiante, no había entregado mi tarea a tiempo y tuve que escuchar los sermones de la profesora Terán (seudónimo), quien además me entregó una citación para mis padres, lo que causó que me castigaran. Además, tuve que tolerar esa humillación en frente de mis compañeros. Quizás, decía yo, necesitaba ese escarmiento para así no entregar mis tareas fuera de tiempo. Pero ahora yo era el que debía recepcionar sus notas o, en otras palabras, yo ocupaba un puesto que —en ese momento— estaba por encima del de los profesores; y ellos se encontraban subordinados, como los estudiantes. Ahí la tenía, a la misma profesora que años atrás me había sermoneado con sus discursos de responsabilidad, pero esa vez rogándome y tratando de sobornarme para que aceptara sus notas, incluso cuando ya había pasado más de una semana de la fecha fijada. En ese momento, me sentí muy sorprendido y decepcionado. Pero ella no fue la única, la mayoría de los “profesores” comenzó a saturar la Secretaría con sus excusas y mentiras, tratando de justificar su irresponsabilidad.
Me pregunto: ¿ser adulto da la excusa perfecta para ser irresponsable? En mi opinión, no lo creo. Asimismo, era muy injusto ver cómo los “profesores” traían profundamente molestos a los alumnos que no habían cumplido con sus deberes. Recuerdo que decían: “¡Quiero que les mande una citación a todos estos flojos!”, o “¡Quiero hablar con sus padres!”, y días después, ellos mismos suplicaban para que yo recibiera sus notas tarde. En suma, los irresponsables tratando de enseñar responsabilidad —qué irónico, ¿no?—. Empero, lo más inicuo era ver cómo su “gran aliado”, el secretario, les cubría todas sus trastadas; pero claro, siempre y cuando “cooperen” con algo.
Por otra parte, mi jefe, el secretario, era la gran representación de lo que —a mi parecer— es un servidor público: corrupto e hipócrita. En mi corta vida, he visto corrupción en varios lugares. Verbigracia: hay corrupción en la política, en la justicia y en la economía, por mencionar algunos; pero nunca creí ver corrupción en una institución en donde se supone que los niños van a educarse. Por ejemplo, viene a mi memoria un día en el cual la madre de un alumno necesitaba con urgencia un documento de la carpeta de su hijo. Entonces, le pidió al secretario que lo buscase y ella regresaría en unas horas. Cuando ella retornó, el secretario ni se acordaba de lo que le habían pedido. Fue en ese instante cuando la señora sacó un billete de veinte bolivianos y se lo entregó a mi “jefe”. Pocos minutos después, el documento ya estaba en sus manos. Y ésa no fue la única vez.
La inmoralidad de este sujeto no tenía parangón alguno, puesto que les cobraba un boliviano, a los alumnos que llegaban a prestarse una simple hoja, que él, valga la aclaración, no compraba. Del mismo modo, como ya dije anteriormente, los “profesores” le patrocinaban su billetera con cuotas, al fin del bimestre, de cincuenta a ochenta bolivianos. Asimismo, era un experto para hablar pestes de los regentes del colegio. Según él, los regentes no eran eficientes, no sabían hacer nada y, para colmo, solía decir que ellos apenas habían acabado el bachillerato —con lo que deducía su inoperancia—. Sin embargo, cuando tenía que dirigirles la palabra, demostraba su fingida educación. Todo el tiempo tenía que soportar sus habladurías refiriéndose, en un tono despectivo, a alguien.
Al realizar un análisis de ambos, tanto de los “profesores” como del secretario, me doy cuenta del porqué la educación cada vez empeora. Quizás el momento en el que me sentí más impactado fue cuando presencié las “coimas” que a nadie avergonzaban. Es más, incluso se reían entre ellos. Es frustrante para mí ver a los maestros, a quienes en algún momento admiraba, totalmente corrompidos. Pese a que parezca aniñada la analogía, era como el niño que se entera de la inexistencia de Papa Noel. Cabe aclarar que solo estuve dos meses haciendo mi pasantía —aunque debía haber trabajado allí más tiempo—. Lo que viví en ese corto periodo me lleva a preguntarme hace cuánto tiempo las cosas funcionan así. Nunca lo sabré.
Lamentablemente, llegó un día en el que no soporté más estar en un ambiente tan pesado y abandoné mi pasantía, por lo menos en ese lugar. Pero estar allí fue suficiente para entender por qué la educación se atrofia cada día más. Ahora entiendo porqué algunos odian el colegio. Pero, sobre todo, ahora entiendo porqué los corruptos se propagan más que los honestos.
Fecha de publicación: 21 de agosto de 2020