Mariel N. Vacaflor Alvarez - Instituto de Investigaciones Sociológicas “Mauricio Lefebvre”

#SociologíaUMSAescribe

 

En este espacio se difunden trabajos de los estudiantes de Sociología de la UMSA que tienen un componente de investigación, con el propósito de alentar el desarrollo de habilidades de escritura en la idea de que esta práctica está íntimamente relacionada con el pensamiento crítico y creativo.

AUTORES

GESTIONES

A LA HORA DE ALMORZAR[1]
Mariel N. Vacaflor Alvarez[2]


Casas, familias y trabajadoras del hogar… Al mencionar estas palabras evocamos vivencias, memorias personales, memorias de la infancia, del tío, de la abuela, del vecino, en fin; del yo, del otro, del nosotros. Sin duda, este es un tema del que es difícil hablar porque toca fibras sensibles en nuestra memoria colectiva y personal. Precisamente por eso, cuando en nuestras casas hay una trabajadora del hogar, la hora del almuerzo es, en mi experiencia, un momento del día que nos puede mostrar y decir muchas cosas sobre las relaciones y dinámicas de nuestra familia.

La primera vez que pude ver con cercanía los vínculos y dinámicas  de una trabajadora del hogar, en una familia que no era la mía, tenía ocho años aproximadamente. Sinceramente, no recuerdo el día exacto en el que vi por primera vez a Esther; pero sí recuerdo una situación puntual que me inquietó y aún lo hace: ella no comía ni debía comer a la hora del almuerzo con el resto de la familia, a pesar de vivir y trabajar con ellos. Por otro lado, aunque en mi familia tuvimos varias experiencias con trabajadoras del hogar, solo a partir de los nueve años de edad puedo recordar de manera clara una experiencia con alguien trabajando en mi casa. Ella se llamaba Luisa. Y la relación que teníamos era muy diferente a la que había observado un año atrás. A la hora del almuerzo en mi casa, Luisa era invitada a sentarse a la mesa con nosotros, pero se negaba a hacerlo porque se sentía incómoda en esa situación. Con el tiempo, vi muchos vínculos y relaciones de este tipo. Y quizás muchos, en lo íntimo, guardamos algún recuerdo similar porque existen tantas familias, vivencias y afectos. Entonces, esta hora del día, estas relaciones y vínculos, ¿de qué manera nos muestran cómo nos relacionamos con “el otro”? y ¿qué nos dicen de la sociedad y de su funcionamiento?

Hablemos de Esther y de la relación que tenía con esa familia. Hablo de ellos porque, por varios años, pude ver de manera cercana su vínculo y fue algo que me impresionó. En esa familia ambos padres trabajaban, tenían varios hijos y siempre contaron con una o varias trabajadoras del hogar para ayudarlos. Cuando Esther llegó a esa casa, ella tenía una hija recién nacida y era una mujer joven de pollera. No llegué a saber su edad pero calculo que en ese momento tenía 30 años, aproximadamente. Ella no tenía carnet de identidad, ni certificado de nacimiento. Venía de una comunidad del norte de Potosí. Su lengua materna era el quechua y tan solo hablaba un poco de español. Aquél era su primer trabajo en la ciudad y también, su primera experiencia como trabajadora del hogar.

Vuelvo a la hora del almuerzo porque creo que ejemplifica de manera clara la relación que Esther tenía con sus jefes.  Debo decir que nunca escuché que, explícitamente, le prohibieran ser parte de la mesa a la hora de comer. Sin embargo, a lo largo de aproximadamente tres o cuatro años de convivencia, tampoco escuché que la invitaran a comer con ellos. Tenía platos, cubiertos y vasos solo para el uso de ella y su hija (no compartía estos utensilios con los de la familia). A la hora de comer, durante todos esos años, se acomodaba junto a su hija en un rincón de la cocina, en un banco y un mesón improvisados.

El solo hecho de ver cómo comían en el almuerzo ¿puede decirnos cómo era su relación? Creo que ver a estas dos familias (que eran como una pequeña sociedad), nos muestra lo complejas que son las dinámicas familiares y, sobre todo, nos permite entender cómo nos relacionamos entre nosotros y la sociedad. A través de este ejemplo, podemos tratar de aprender y de entender las microdinámicas sociales de las que todos somos parte o fuimos testigos.

Por el trato en aquella casa, se notaba que Esther era vista como una persona inferior al resto de la familia. Esther parecía ser muy reservada, aguantaba los malos tratos hacia ella y su hija (malas condiciones de trabajo, carga laboral inapropiada, burlas hacia la niña y restricciones para entrar a ciertos ambientes de la casa, entre otros) porque son pocos los trabajos en los que se acepta a alguien con una bebé tan pequeña. Se podía ver que ella estaba allí porque no tenía a dónde más ir. El hecho de no saber leer ni escribir le impedía informarse sobre los límites de sus obligaciones y derechos. En ese tiempo, no se contaba con leyes específicas para este sector laboral y ella no tenía respaldo alguno para garantizar sus derechos como trabajadora. Ellos vivieron juntos, en la misma casa, durante varios años. Es decir, Esther era una “empleada cama adentro"[3]. Al contrario de otro tipo de relación laboral bajo la forma “empleador-empleado”, la línea que los unía no estaba clara porque la misma en sí no solo implicaba una relación laboral. Al tener viviendo con nosotros a alguien ajeno a la familia, las cosas son más complejas. Es difícil marcar límites, hay sentimientos involucrados por la convivencia y la relación laboral diaria. En una oficina, los empleados no saben qué come o cuándo duerme el jefe porque no es necesario conocer esos detalles para hacer un buen trabajo, pero en el hogar no es tan sencillo. Más aún en una sociedad como la nuestra que está llena de identidades, clases, vivencias y percepciones que dependen del contexto y del momento que estemos viviendo… Y más si se toma en cuenta que antes resultaban completamente “normales” prácticas como el pongueaje o el “poseer” a alguien, además de no pagarle por su trabajo. Incluso ahora es “normal” no pagar un buen sueldo a una trabajadora del hogar, ni siquiera el sueldo mínimo.

Casi paralelamente, a los nueve años, por primera vez alguien trabajaba en mi casa y yo lo recordaba. Sin duda, esa es la experiencia de este tipo que más marcó mi vida. Ella se llamaba Luisa y la quería casi como a una hermana. Empezó a trabajar en casa porque, al comienzo, su mamá trabajaba con nosotros como lavandera una vez a la semana. Un día la llevó para que la acompañe y ayude. Con el tiempo, la señora se hizo cercana a mi mamá y nos propuso que fuera su hija quien trabajara con nosotros a modo de distracción, ya que se hallaba en una depresión causada por dejar el colegio al quedar embarazada y ser madre soltera. Por esa razón, mi mamá sugirió que Luisa, de manera casual, acompañara a su mamá para conocernos y poco a poco, ver si se animaba a trabajar con mi familia. Era muy tímida y paulatinamente creció el vínculo conmigo y con mi mamá, hasta que Luisa ganó confianza y decidió trabajar en nuestra casa en lugar de su mamá.

Luisa era joven y tenía una hijita de aproximadamente uno o dos años. Yo tenía nueve y ella diecinueve, la misma edad que mi hermana mayor (que en ese momento había empezado la universidad). La invitamos a trabajar con nosotros por las mañanas para que así en la tarde pudiera ir al colegio y luego estar con su hija. Ella aceptó, pero de nuevo me encontré en una extraña situación similar a la experiencia que tuve con la otra familia. Cuando mi mamá nos llamaba a comer a la hora del almuerzo, ella sí era invitada a comer con nosotros pero no aceptaba porque tenía vergüenza. Yo le rogaba para que comiera conmigo porque siempre quería estar con ella; pero en ese momento del día, Luisa siempre hacía otra cosa, ponía excusas y si no había con qué excusarse y evitar ese momento, comía en el mesón de al lado (y solo si estaba yo o mi mamá porque si había alguien más, desaparecía). Jamás comía con todos nosotros en la mesa (trabajó varios años en nuestra casa y nunca lo hizo). Siendo más grande me enteré que lo hacía porque sentía vergüenza frente a la presencia de mi papá y también tenía vergüenza de sus “modales” en la mesa. De niña, esa explicación fue suficiente. Alguna vez fui a la casa de Luisa para jugar con sus hermanitas menores porque éramos amigas. En su hogar, había varias hermanas mujeres, pero ella en particular tenía una relación conflictiva con su figura paterna. Ahora, viendo de manera objetiva su situación, entendí que ella vivía en un ambiente machista; supongo que por eso la presencia de mi papá la incomodaba tanto.

Algo que admiraba de ella fue que siempre puso límites sanos en la relación que tenía con nosotros. Desde almorzar en otro lado porque no se sentía cómoda, hasta llevar a su hija a nuestra casa sólo en raras ocasiones. Y, en realidad, ahora veo que la protegía y por eso marcaba de manera clara los límites de lo personal y laboral. Ella sabía que eso era lo mejor para su familia. Luisa dejó de trabajar en mi casa porque nos fuimos a vivir a otra ciudad, pero siempre mantuvo un lindo vínculo conmigo y mi mamá. Aun así, jamás le pagamos un sueldo alto o “justo”, mucho menos un seguro médico porque todos los derechos laborales que ella merecía en ese momento, eran imposibles de pagar con el sueldo de mi papá.

Mi mamá siempre fue muy maternal con ella y jamás la trató de manera diferente o inferior a nosotros. ¿Por qué era tan diferente el trato hacia Luisa en relación al que recibía Esther con la otra familia? Veo a mi mamá y entiendo que ella era diferente en el trato que tenía con nuestras trabajadoras del hogar porque no vivió una niñez similar a la de la mayoría de las familias “tradicionales”. Ella fue criada en un internado de monjas desde muy pequeña y, al contrario de otras familias, su relación con las monjas, cuidadoras y compañeras de internado (que al final constituían su familia) era diferente porque todas se consideraban iguales. ¿Iguales en qué sentido? Para las monjas no era importante el origen, el apellido, si provenían de La Paz, Oruro o Sorata ya que al final del día comían, vestían y vivían lo mismo. Todas ellas ocupaban el mismo lugar en esa institución.

Por ejemplo, a la hora del almuerzo, para que no hubiera algún tipo de “preferencia”, se formaban por tamaños para entrar al comedor: de la más pequeña a la más grande. Y si esto en algún momento podía interpretarse como injusto, dentro de un tiempo las niñas se formaban según números aleatorios repartidos previamente, o por orden de llegada. Es decir, había muchas formas de entrar al comedor pero, al fin de cuentas, para todas se servía la misma comida, el mismo plato, en el mismo lugar y con el mismo trato.   

No creo que sobre el trato a las trabajadoras del hogar se deba entender que había entre los involucrados una posición del “bueno” y el “malo”, sino que, en realidad, detrás de estas historias hay situaciones o comportamientos que aprendimos y replicamos porque al final somos resultado del medio del que somos parte. Efectivamente, el internado era una especie de burbuja muy diferente de la realidad que vivía la mayoría de la sociedad boliviana en ese momento. Esa sociedad que formó a los empleadores de Esther y que les enseñó que actuar así era normal. Ese mundo “real” donde la mayoría de las familias con trabajadoras del hogar veían a estas mujeres como inferiores y creían que aquello era lo “correcto” porque todos lo creían así; hogares donde todo ese abuso de poder parecía “normal” porque es así como la historia nacional les mostró que debía ser. Esa misma historia nacional colonial, racista y clasista que vivíamos y seguimos viviendo hasta hoy y que aún nos duele porque toca en lo más profundo de nuestras heridas colectivas de discriminación y racismo.

Así mismo, al ver a Esther y Luisa, que tenían un trabajo similar o “la misma oportunidad”, es necesario mencionar que no es lo mismo la igualdad de oportunidades que la igualdad de posiciones porque a pesar de que, aparentemente, tenían el mismo trabajo, ambas provenían de lugares y circunstancias diferentes. Esto les daba, o no, herramientas distintas para afrontar su situación en la vida. Luisa era citadina, entendía  cuáles eran sus derechos, los límites que debía poner y el trato que debía recibir; pero Esther no porque ella vivía una situación nueva y completamente diferente de su experiencia de vida anterior, lo que implicaba una desventaja al momento de saber cuáles eran sus derechos en el nuevo espacio en el que trabajaba.

No sé si realmente pude contestar a las preguntas que formulé sólo con el  hecho de contar ambas vivencias personales, pero espero que estas historias ayuden a entender y visibilizar de manera concreta cómo funciona nuestra sociedad, que nos muestren y visibilicen cuándo nos aprovechamos de nuestro poder sobre “el otro”, que nos adviertan cuándo discriminamos o cuándo juzgamos, que nos ayuden a reflexionar por qué esto sucedía y aún sucede, que estos pequeños hechos en lo personal y cotidiano puedan ser capaces de mostrarnos una sociedad abigarrada[4], dos formas de vida que coexisten de manera cercana, pero sin conocerse y menos entenderse.

Es posible que para la familia que menciono inicialmente, la manera de reafirmar su clase se manifestaba mostrando su poder ante Esther. Al verla desde arriba y como si fuese inferior. También podía ser el resultado de un comportamiento aprendido de nuestra memoria colectiva desde la colonia, una herencia del pongueaje (por ejemplo) que determina la manera de ver a la trabajadora de un hogar como una propiedad, aún al estar consciente de que esa es su única opción de supervivencia por la falta de opciones laborales, sin importar lo injusto que sea y los derechos que se le vulneren.

Incluso, hoy veo en casas de amigos y conocidos que estas prácticas se siguen replicando. La trabajadora del hogar almuerza a un lado, en un lugar diferente o después de la hora de almuerzo y no así con la familia. Puedo también recordar cómo en algún momento escuché decir —y hasta tal vez los dije— comentarios peyorativos y discriminatorios como, por ejemplo, “es el cuarto de la empleada[5]”, en referencia a un rincón de la casa o a la peor habitación. Estos son pequeños actos que  se repiten de forma sutil y al no visibilizarlos y cuestionarlos, no permitimos que cambien. Es necesario que hablemos y cuestionemos estas prácticas. Es necesario incomodarnos, incluso aunque esto implique aceptar nuestros errores y cambiar lo que somos, cambiar cómo nos vinculamos  con el otro. Es necesario empatizar con el “diferente a nosotros” y dejar de creer que las cosas son como son porque sí. Tal vez en esta introspección y ejercicio de ver nuestra realidad y lo que somos por dentro, desde simples hechos como almorzar o el modo de hablar y referirnos al otro, nos cuestionemos y entendamos que la realidad es más compleja de lo que se ve en apariencia o de lo que suponemos que es; que la realidad en sí depende de procesos históricos, de creencias colectivas, de estructuras de poder y opresión. Por ello,  breves hechos como hablar o comer con alguien nos dice mucho de nosotros como sociedad y nos muestran que hoy siguen latentes estos problemas y que, al visibilizarlos, podemos cuestionarlos y, tal vez, mejorar y cambiar nuestra sociedad.

 

BIBLIOGRAFÍA               

Zavaleta Mercado, R. (1992). 50 Años De Historia: René Zavaleta Mercado. Cochabamba. Los Amigos del Libro.

 

Fecha de publicación: 31 de julio de 2020

 

[1] Crónica presentada para la materia “Sociología Boliviana”. Docente: Mario Murillo. La Paz, 2018.

[2]  Estudiante de primer semestre de la Carrera de Sociología, UMSA.  E-mail: marielvacafloralvarez@gmail.com

 

[3] Manera peyorativa como se referían, y en algunos casos se siguen refiriendo,  a las trabajadoras del hogar que viven en la casa donde trabajan.

[4] El sociólogo René Zavaleta (1992) utilizaba este término para explicar una “sociedad abigarrada” haciendo referencia a una sociedad donde las diferentes culturas dentro de esta se encuentran  yuxtapuestas en niveles de poder distintos.

[5]  Es una frase que de una manera despectiva y peyorativa se utiliza para hacer referencia a un lugar de la casa poco cómodo o desagradable.